Este año parecía que no iba a llegar nunca el verano, una primavera tranquila, traía hace unos días el calor que nos acompaña en la estación estival.
El sábado me despertaba de madrugada casi con el sonido del verano que deja entrar el graznido de las gaviotas, ruidos que escuchas cuando vives cerca del mar y el calor deja abiertas las ventanas. Un graznido muy característico de esta ave que acompaña a los pesqueros en la vuelta de su tarea, a estas alturas del año, con el sol ya despegando, y distintas a las nocturnas vueltas del invierno. Hace unos años, un vecino tenía gallinas y fueron un despertador fui efectivo hasta que desaparecieron. Supongo que no duraría mucho, y el invierno, con las ventanas cerradas, nos escondió su muerte. A lo largo del día el sonido se cambiaba por otro cantar más agradable de los pajarillos que se mezcla con el graznido, ya más lejano. También tenemos el sonido de unos loritos que nos cantan para amenizar el día, especialmente las tardes, presencia debida a algún otro vecino deseoso de mascotas exóticas de cuya limpieza o melodía seguramente se hartó, y que libremente campan y cantan a sus anchas.
Los sonidos, la luz y los olores que trae el verano nos evocan veranos anteriores, momentos pasados, recuerdos de la infancia. A mi especialmente me viene el recuerdo de cuando mis hijos estaban en casa y eran pequeños. Llegaban las hogueras de San Juan como una premonición de que las vacaciones ya estaban preparadas para el día siguiente. Era el lanzamiento del verano y empezaba otro modo de ver y aprovechar los días. Reconozco que, desde que no están estudiando, es todo más monótono ya que solo están los días de vacaciones por llegar.
Pero en ese despertar, además de los sonidos, el olor del rocío de la mañana nos anunciaba el nuevo día. Otra vez las ventanas abiertas nos hacen de puerta para disfrutar de un poco de frescor para contrarrestar el calor de la noche, y el rocío, incluso la humedad del mar se puede oler.
Pero mis olores preferidos, incluso del verano, eran el olor de mis hijos.
El olor de un niño recién bañado, a pesar de estar relimpio por las horas de agua en la piscina, la cremita en su cuerpecillo, lo repeinado del momento, y un pijama recién puesto. El olor del bebé dormido, la carita hinchada de dormir por un despertar sin prisas, ¡no hay que salir corriendo al colegio! El despertar era tranquilo, como si todo, incluso en el asfalto, fuera a otra velocidad, como si el calor ralentizara nuestros pasos, incluso nuestros pensamientos… porque era verano.
Me quedaba mirándoles, libres de ropa de cama, esa libertad de movimiento sin miedo al catarro y que parece ayudar a crecer, porque después del verano todos estaban más altos.
Me recreaba en sus despertares antes de darles el beso de buenos días, muy distinto del de buenas noches, porque traía el nuevo día, otro momento a compartir y disfrutar… ¿qué nos traerá este día?
Todos los olores parecen más intensos cuando llega el calor, como llamándonos a vivir los días, las plantas, los sonidos, la música que se escapa por las ventanas, incluso aunque alguna nos traigan más dolor de cabeza que otra cosa. Los olores del verano son agradables quizás por lo que nos evocan, por las expectativas que provocan, las ganas de encuentro, el deseo de ratos agradables, y el merecido descanso del año. Todo son expectativas sobre cómo se desarrollará el tiempo, seguro que duermo mejor porque no hay prisas, ¿podremos descansar?, ¿me dará tiempo a leer el libro?
Tengo el olor a mar que se mete por las ventanas abiertas de mi casa y que huele distinto según la hora del día, pero también tengo recuerdos de olores a campo, en su mayoría los de mi infancia, de las excursiones por el campo con mi padre, de la tierra mojada después del riego en casa de mi abuela, el olor de las comidas de mi madre, o el olor a papel de los dictados obligatorios después de la hora de la siesta. Son olores distintos, pero igual de reconfortantes, evocan momentos de nuestra vida, los recuerdos de veranos pasados, los vividos.
Hoy los planes y experiencias se ofrecen y demandan sin cuartel, en la era del consumo, ahora está de moda consumir experiencias. Todo es consumir y los veranos también se consumen gracias a planes y planes que eliminan el descanso, hay que hacer muchas cosas y muy deprisa, y se eliminan esos despertares tranquilos, el disfrute sencillo de la vida, incluso de la vida cotidiana. Todo es consumismo en una vorágine de comidas, cenas, viajes o actividades que, además del consiguiente gasto, la rapidez y exceso de planes hacen que casi no de tiempo a disfrutarlos porque se está pensando en el siguiente cuando todavía no se ha terminado el actual, y lo digo yo que me encanta organizar. Tengo que decir que esta teoría del consumismo, además de hacer daño al bolsillo, no es válida porque lo que más recuerdo de los veranos son las personas, las relaciones que se estableces con hermanos, vecinos o primos cuando eres pequeño, y en mi caso hacer viajes con mis hijos. El mero hecho de viajar con ellos, programar con ilusión un viaje y explicarles lo que iban a ver cuando eran más mayorcitos. Recuerdo con la ilusión que preparé el cuadernillo personalizado para un viaje a Turquía, recuerdo los despertares en otros lugares, los paseos con ellos, rellenar el viaje con canciones, las anécdotas que nos suceden cuando se viaja con niños… Pero el mayor recuerdo es haber estado con ellos, su compañía, sus canciones, sus palabras, o sus llantos… son viajes que se quedan en el cerebro y en el corazón, porque con los años ya nada vuelve a ser igual. Así, que si todavía tienes hijos pequeños, disfruta con ellos, porque esos momentos nunca vuelven.
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