Los padres somos los primeros encargados de ofrecerles a nuestros hijos un sentido de pertenencia, que formen parte de un grupo, con unas relaciones sólidas y estables. Donde experimenten amor incondicional, afecto y apego.
Los padres les debemos preparar para una buena socialización, enseñarles unas normas y límites que faciliten la convivencia, y mostrarles unas reglas que los protejan de riesgos externos.
Los padres podemos equivocarnos, bien por exceso, sobreprotegiéndoles no permitiendo que nuestros hijos exploren el mundo, y trasladándoles así la idea de que éste es un lugar hostil y peligroso; bien por defecto, permitiéndoles explorarlo sin haberles dado las herramientas adecuadas para combatir los riesgos que se le presentan en la vida.
Los hijos con padres sobreprotectores tienden a desarrollar un ‘apego inseguro’. La conexión con los hijos y la construcción de ese vínculo sano puede realizarse de maneras diferentes. No hay un único camino. No tenemos que ser perfectos, tenemos que ser ‘suficientemente buenos’.
Tal como proclama el Doctor Enrique Rojas: “Nos creamos necesidades, y cuantas más necesidades, menos paz, más frustración”.
Últimamente, se habla de la maternidad y la paternidad “suficientemente buenas”. Se le llama al proceso por el que un padre o una madre, al principio hiperatentos a las necesidades de sus hijos y rápidos para cubrirlas, relajan su prontitud de respuesta de una forma sana según éstos crecen y se desarrollan.
El apego es una cuestión importante, ahora bien, la tolerancia a la frustración lo es igualmente. Hoy día se lleva ‘todo sin lágrimas’, ni el bebé ni el hijo de 21 años. “Pobrecito”.
No obstante, en el hombre nuestro deseo es infinito. Somos seres racionales y poseemos una naturaleza con una estructura abierta, por este motivo, al satisfacer nuestros instintos no conseguimos la paz, sino que nos planteamos nuevos y crecientes deseos.
Según el experto en educación del carácter Alfonso Aguiló: “Si nos acostumbramos a querer satisfacer siempre y a toda costa nuestros deseos, y a intentar imponerlos sobre los demás, el resultado será la frustración”. Tanto por la insaciabilidad de la espiral de los propios deseos, como por los conflictos que se producirán con los deseos de quienes nos rodean.
La satisfacción sin más de nuestro instinto significa que el disfrute se acabó. Nunca puede llenarnos, es algo puntual. El deseo no es capaz nunca de satisfacernos del todo. Avanzamos de anhelo en capricho, una y otra vez, sin conseguir lo que en realidad buscamos: que es la felicidad personal y no el placer. Aparece así en nosotros la frustración, y solo hay un paso de la frustración a la ansiedad.
El discurso que oímos permanentemente sobre la felicidad es “yo, yo, yo”: cómo me autogestiono, cómo consigo mis deseos, mis objetivos, cómo desarrollo mis metas. Es una disertación egoísta y narcisista, centrado en la propia persona. Vivimos una sola vida, hemos de tomar decisiones, elegir caminos, hacer apuestas. Tiene que haber momentos de lucha y de renuncias. Como nos exhorta a los padres el maestro Fernando Alberca: “No preparéis a vuestros hijos para el futuro, preparadlos para el presente, para saber tolerar la frustración”. Y declara que, si hacemos con nuestros hijos lo que todo el mundo hace vamos justo en la dirección contraria, ya que “el 94% del ‘primer mundo’ se considera infeliz”.
Los padres que son permisivos, que apenas les proporcionan límites y una orientación a sus hijos, fomentan así en ellos una identidad egocéntrica, difusa, y les aportan escasos recursos para lograr tolerar la frustración.
¿Les estamos evitando a nuestros hijos cualquier sufrimiento por miedo a la frustración? ¿Procuramos aprovechar las contrariedades que van surgiendo a lo largo del día para enseñarles a gestionar sus emociones y a autocontrolarse? El afán de superación es el que nos acerca al verdadero éxito. Nuestro ‘éxito’ puede medirse por el número de situaciones incómodas que estemos dispuesto a afrontar.
La fortaleza, la dureza psicológica, o la tolerancia a la frustración, nos facilitan que podamos enfrentarnos a los acontecimientos negativos o estresantes. Nos permite resolverlos y juzgarlos de modo optimista. Es decir, que no nos bloqueen, sino que más bien nos presupongan una motivación para superarnos.
Para Tomás Melendo, especialista en Matrimonio y Familia, los desalientos y tropiezos de los padres son inevitables y poco relevantes para tener éxito en la tarea de educar a nuestros hijos: “cuando tienen lugar en un clima de auténtico amor recíproco entre los cónyuges y de amor común a sus hijos”. Si ponemos los medios para ello, a pesar de nuestras múltiples meteduras de pata, el éxito está asegurado.
Todo esto vale la pena cuando sabemos por qué hacemos lo que hacemos. A eso lo llamamos “sentido”. Un sentido que es dirección, que es horizonte y es deseo, que nos permite avanzar en los días radiantes, pero también cuando hay tormenta. Un sentido que es la respuesta a la pregunta: “Y yo, ¿para qué vivo?, ¿qué quiero?, ¿qué busco?» Este sentido es lo que nos permitirá poder llegar a anunciar un día: “Al fin sé quién soy”.
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