Crescencia pasó la mayor parte de su vida siendo la persona más humilde de su entorno, con este don soportaba todas las dificultades con aceptación, amor y gracia.
Unos de los temas favoritos de G.K. Chesterton eran los cuentos de hadas. Los amaba entrañablemente y creía firmemente en su importancia en la formación moral de los niños. En su ensayo «El ángel rojo» escribiría lo siguiente:
Los cuentos de hadas no dan al niño la idea de lo malo o lo feo; eso ya está en el niño, porque ya está en el mundo. Los cuentos de hadas no le dan al niño su primera idea del mal. Lo que los cuentos de hadas dan al niño es su primera idea clara de la posible derrota del malvado. El niño conoce íntimamente al dragón desde que tiene imaginación. Lo que el cuento de hadas le proporciona es un San Jorge para matar al dragón.
Puede que los personajes de un cuento de hadas no sean verdaderos, pero el cuento en sí comunica las verdades más profundas de este mundo y, lo que es aún más importante, las verdades del otro mundo. Y si un cuento de hadas puede ser tan poderoso para una mente joven, si príncipes y princesas fantásticos y ogros y gigantes pueden ayudar al alma a elevarse, entonces ¿cuánto más puede una historia verdadera moldear el corazón?
Chesterton consideraba el cuento de La Cenicienta como un cuento cuya heroína se hacía eco de la enseñanza del Magnificat: “los humildes serán exaltados”.
¿Y si Cenicienta no fuera sólo la dulce doncella de un cuento, sino una mujer de carne y hueso en este mundo? Si un cuento inventado puede evocar la canción más grande cantada por la mujer más grande de la historia de la salvación, ¿qué podría enseñar una Cenicienta real?
Santa Crescencia Hoess, fue una monja alemana del siglo XVIII. Nació en la pobreza. Era hija de un modesto tejedor de lana en la ciudad de Kaufbeuren, que en aquel tiempo contaba sólo con dos mil quinientos habitantes, en su mayoría protestantes. En la escuela se distinguió por su inteligencia y su devoción. Se hizo tejedora para ayudar a su padre, pero su mayor aspiración era entrar en el monasterio de las Franciscanas de Kaufbeuren ya que su corazón le decía que Dios quería algo más de ella, y empezó a soñar con hacerse monja. Solicitó entrar en el convento de las Terciarias de San Francisco, pero fue rechazada por carecer de dote por ser su familia demasiado pobre para pagarla. Sin embargo, y, paradojas de la vida, fue con la gran y decisiva ayuda de un bondadoso benefactor, un hada madrina de buenos sentimientos, el alcalde protestante cuando pudo entrar finalmente en el convento, quien al conocer a Crescencia, se sintió tan conmovido por su fe e hizo una gran donación al convento. A la pregunta de las hermanas del convento de cómo podrían corresponder a su generosidad, su respuesta fue que lo único que deseaba era que aceptasen la solicitud de Crescencia. Ellas, sorprendidas, permitieron a regañadientes que Crescencia entrara como novicia, pues la consideraban una carga, así como un impuesto para el convento.
Sin dejarse intimidar por su fría acogida, Crescencia emprendió con valentía la consumación de la vocación que tanto le había costado conseguir. Su pobreza y la forma en que había sido aceptada era bien conocida entre las hermanas, y lo utilizaron en su contra, tratándola con desdén e incluso reduciéndola a casi una sirvienta entre ellas. Privada de su propia celda, durmió en los rincones de las habitaciones de las demás hasta que recibió un húmedo armario donde acurrucarse por las noches. Además de sus obligaciones diarias de tareas y oraciones, cocinaba, limpiaba y tejía para las monjas del convento, tratada más como una criada que como una novicia más.
A pesar de estas humillaciones diarias, Crescencia respondía con paciencia y humildad. Su alegría nunca decayó y su tranquila disposición no flaqueó. Cuatro años después de su entrada en el convento, una nueva madre superiora se fijó en su gran piedad y su pequeñez de espíritu. Disminuyó su carga y siguió observando cómo Crescencia se movía a lo largo de sus días, llena de alegría y amor, incluso por aquellos cuyos abusos sufría. En 1717, en reconocimiento de la enorme santidad personal de Crescencia, la madre superiora la nombró nueva maestra de novicias.
Respondía a las burlas de las otras hermanas con una mansedumbre de espíritu que no dejaba lugar a resentimientos amargos, y ofrecía todos sus pequeños sufrimientos para mayor gloria de Dios.
Durante muchos años fue portera del convento, cargo que aprovechó para aconsejar a mucha gente y realizar una generosa labor de caridad. Cuando se convirtió en la novicia de las maestras, llevó consigo este mismo espíritu suave y amoroso, moldeando a las jóvenes que le habían sido confiadas con un corazón orientado al amor de Cristo.
Solía subrayar que sin amor a los demás no podía haber amor a Dios y que «todo el bien que se hacía al prójimo era tributado a Dios, que se escondía en los andrajos de los pobres».
Consideraba importante que también las mujeres se realizaran en la vida religiosa. De modo constante y consciente se esforzó siempre por aumentar la fe en todos aquellos con quienes entraba en contacto, haciéndoles comprender cuál era el camino que debían seguir. Por eso, para numerosas personas, tanto consagradas como laicas, fue guía espiritual y consejera decisiva. Tenía la rara capacidad de reconocer rápidamente los problemas y ofrecerles la solución adecuada y razonable.
En 1741, la mujer que había entrado en el convento 35 años antes como la más humilde de las novicias, burlada y maltratada por su pobreza, fue elegida Madre Superiora. Dirigió el desempeño de ese cargo de modo sabio y prudente el monasterio, tanto en el campo espiritual como en sus intereses seculares, mejorando hasta tal punto la posición económica que, por mérito suyo, el monasterio pudo ayudar a mucha gente con sus limosnas.
La joven, obligada casi a dormir entre las cenizas, se convirtió en una mujer famosa por su gran fe y sabiduría espiritual. Obispos, cardenales, príncipes y nobles buscaron su consejo. Sin embargo, aunque estos poderosos hombres se presentaban ante ella, seguía siendo humilde e infantil en su fe, como lo había sido en los años que pasó escondida en las cocinas del convento.
El príncipe heredero y arzobispo de Colonia Clemente Augusto la consideraba una guía de almas sabia y muy comprensiva, y quedó tan prendado de su santidad que llegó a pedir al Papa que la canonizara inmediatamente después de su muerte.
Numerosas personas iban a consultarla en su monasterio y con tal de mantener una conversación con ella estaban dispuestas a esperar varios días. Eran miles los que le escribían desde las regiones de Europa de lengua alemana, pidiéndole consejo y ayuda, y recibiendo siempre una respuesta adecuada. Gracias a ella, el pequeño monasterio de Kaufbeuren desempeñó un sorprendente e importante apostolado epistolar.
En los últimos años de su vida, el prestigio de Crescentia aumentó a medida que su cuerpo fallaba. La enfermedad acribilló su cuerpo, inmovilizando lentamente sus miembros y deformándolos hasta que permaneció en constante dolor, incapaz de moverse de la posición fetal en su catre. Incluso entonces, ante tanto sufrimiento, daba gracias a Dios por su bondad y soportaba su dolor con una alegría radiante. Su gran paz y alegría interior nunca la abandonaron, pues sus ojos permanecían fijos en Dios y pasó a la eternidad el Domingo de Pascua de 1744. La niña, soñando con Dios en su telar, había sido exaltada.
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