En el panorama artístico-cultural de hoy nos salta a la vista una tendencia a la recreación en lo grotesco, lo banal o, en el mejor de los casos, lo eficiente. En las representaciones de Jenny Saville, Cindy Sherman o Takashi Murakami, triunfa lo demencial y monstruoso; el absurdo de lo infantil en las obras de Jeff Koons y Damien Hirst; o pensando en otros medios, vemos la asepsia minimalista de las decoraciones de IKEA, así como la proliferación de mensajes chabacanos y escenas sórdidas en las películas y series de televisión.
Se puede argumentar que el ámbito creativo, más allá de lo meramente estético, tiene la finalidad de arrojar luz y representar el espíritu de una época. En esto, el arte contemporáneo es feliz, pues es preciso en cuanto a su descripción de las realidades del alma del hombre de hoy.
La pérdida de equilibrio y armonía en las formas es conforme al relativismo en el terreno de la verdad. El -en muchos casos- poco esfuerzo en la técnica, nos señala el gusto por lo fácil, la impaciencia y oportunismo; el minimalismo plasma los ámbitos de pobreza y vaciedad del alma; el gusto por lo estéticamente feo o absurdo, se regocija en las heridas emocionales y la ausencia desesperanzada de ideales; lo infantil, canta la inmadurez narcisista; lo eficiente, el endiosamiento de lo material y el dinero, frente a lo inmaterial y el espíritu.
Ante esto, cabe volver la vista atrás, (o adentro), y redescubrir la belleza como aquello que nos habla de las verdades del corazón. Que, ante la angustia que enfrenta el hombre actual, nos hace hallar significado y trascendencia. Pues, como intuyó Platón, y afirmaron San Agustín y Santo Tomás, Dios está en todo aquello que es bello, bueno y verdadero.
Y sabemos que es posible, pues no nos faltan ejemplos en los que la experiencia estética es promotora de la esperanza, o en que las experiencias de sufrimiento, hechas belleza, se tornan llenas de significado.
Recordamos al autor francés Paul Claudel, quien convierte su corazón en la Navidad de 1886, tras escuchar al coro de la catedral de París; en Francisco Umbral, quien, desconsolado al ver morir a un hijo, destiló bellísimos pasajes en su “Mortal y rosa”; o en Mario Vargas Llosa quien, ante el drama personal y familiar de su adolescencia, se volcó en la literatura, concibiendo obras de genialidad y pureza estética.
Sin dejar a un lado o restar valor a las representaciones certeras del arte contemporáneo, que son espejo y reflexión de problemáticas reales, cabe reivindicar, a su vez, una revalorización de la belleza plástica y simbólica. Así, imagino un panorama artístico que no sea sólo una visión autorreferencial de la desesperanza, sino también una forma de brindar alternativas e inspiración hacia ideales plenos. Sólo así podremos convertir los gritos de tristeza, en cantos de alegría y esperanza.
Gabriela Rubio Domingo
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