De escasa estatura, nervudo, con semblante risueño y una mirada pícara que se asomaba desde el fondo de sus vivos y menudos ojos. Sencillamente vestido, aunque aseado, no podía disimular una enorme inquietud, impropia de su edad, que le dominaba. Era evidente que se encontraba angustiado ante el obligado confinamiento en aquel incómodo lugar, del que no ocultaba su deseo de evadirse.
No era confortable la estancia en que nos encontrábamos obligados por la triste circunstancia que compartíamos de tener un familiar enfermo. Aquel reducido espacio había sido habilitado malamente como estancia de espera, aprovechando el rellano de la escalera y su escaso mobiliario se limitaba a unos menguados sofás de plástico ordinario de color verde, poco atractivos para el uso de ninguno de los presentes, incluido el propio anciano.
El edificio era de gran antigüedad aunque una reciente obra había intentado proporcionarle con escaso éxito una mayor funcionalidad. A pesar de ello, conservaba su estructura original, con los enormes techos y puertas igualmente elevadas, manteniéndose las grandes salas con numerosas camas para las enfermas sin ninguna privacidad, en donde participaban colectivamente de las enfermedades y espasmos ajenos, en una solidaria comunión de las miserias crepusculares de la vida, ya que el uso del edificio era el de acoger a los enfermos ancianos bajo la caritativa denominación de servicio de gerontología; en suma: una antesala del tanatorio.
Yo acababa de llegar coincidiendo con el momento en que se realizaba el aseo cotidiano a las enfermas. Mi madre llevaba unos días internada en aquel hospital con graves problemas bronquiales que la forzaban a respirar asistida permanentemente del oxígeno. Siempre me han causado gran aprensión los hospitales y no tolero su particular olor mezcla de medicinas, caldos tópicos y otros de más extraña composición. La impresión era mayor que en otras ocasiones, ya que en aquella se trataba de mi madre y su condición entre otras ancianas era mayor, por cuanto la senilidad de nuestros familiares es conocida y aceptada, mientras que la extraña lo es menos y, en ocasiones, nos produce un fuerte rechazo.
Me encontré con mi mujer en ese lugar y fue la que me advirtió de que estaban realizando el aseo diario, por lo que me detuve a esperar. Fue en ese momento cuando descubrí a aquella persona, llamándome inmediatamente la atención por su inquietud y la buena impresión causada por su agradable aspecto. Su gran locuacidad con las empleadas y otros familiares de enfermos me facilitó rápidamente la información suficiente como para enterarme de que tenía internada desde hacía quince días a su mujer que se encontraba enferma, desconociendo el mal del que adolecía, pues los médicos no le aclaraban sobre las intenciones que tenían sobre el tratamiento y fin de su internamiento que él deseaba que llegara rápidamente a su fin. Siempre me han agradado los viejos optimistas y este lo era, por lo que entablamos fácilmente una conversación de circunstancias, aunque directa y franca, hasta el punto de que me reconvino por mi afición al tabaco, pues encendí un cigarrillo, como en tantas ocasiones en que lo hacía para hacer más llevadera la espera. Me advirtió de los males que acarreaba el tabaco y, acompañando con un ligero movimiento de cabeza, me puso en evidencia la triste dependencia que me generaba este pernicioso hábito, poniéndome el ejemplo de que su buena salud provenía de una vida sana, lo que le permitía encontrarse en forma a sus ochenta y tres años, receta que predicaba a los demás para su bien. Soporté con agrado la reprimenda, tanto por la forma cariñosa en que me transmitió su mensaje, como por el optimismo que me transmitía al desearme mi bien y positiva longevidad.
Los modernos hospitales tienen mucha preocupación por reducir lo más posible los diversos ruidos que inevitablemente proporciona la actividad normal. En los antiguos, los medios de transporte y artilugios intrahospitalarios son mas comatosos, lentos y ruidosos, difundiendo por todo el ámbito el chirrido mecánico de los carros de limpieza, de comida, las camillas y !cómo no¡ el ruido mecánico e impulsivo de los ascensores. Esta mezcla inarmónica de sonidos componian el fondo sonoro que acompañaba la conversación que establecimos en aquella escasa estancia de paso, en donde frecuentemente, a causa de la estrechez, perturbábamos el paso de las enfermeras y ayudantas que, indiferentes a nuestra presencia, intercambiaban comentarios ajenos al propio trabajo, mientras caminaban en distintas direcciones en una actividad diligente y profesional. Siempre me causa impresión comprobar la inexpresiva actitud de indiferencia de estos profesionales ante el dolor ajeno, insensibilidad que nos parece particularmente cruel cuando, como es frecuente, nos inquietamos por el dolor muy próximo a nosotros.
Me había cautivado la esperanzada ilusión del viejo amigo ante la posibilidad de que la esperada visita del médico le permitiera llevar a casa a su esposa, hasta el punto de que me había contagiado su ilusión y participaba solidariamente de su esperanza.
Su ilusión iluminaba su cara y le hacía dicharachero, por lo que pude saber donde vivía y en qué condiciones. Pude enterarme que vivía en un tercer piso de uno de esos edificios antiguos que existen en el centro de Madrid que carecen de ascensor. Sus buenas condiciones físicas le permitían subir y bajar sin grandes esfuerzos las escaleras para proveerse de lo necesario para la alimentación e incluso nos dio los suficientes datos para convencernos de su gran aptitud para las labores caseras, lo que le hacía ser autosuficiente. Me extrañó que no se refiriera a ningún otro familiar, por lo que le pregunté si estaba solo, si no tenían hijos. Su respuesta me resultó un tanto equívoca, ya que me dijo: no, bueno, no, mientras se advertía en su frente un esfuerzo por rechazar un recuerdo no deseado que a mi me pareció a un dolor de ingratitud.
Transcurrido cierto tiempo, advertimos que los doctores habían iniciado la ronda de su visita diaria. Nuestro amigo manifestó a una de las asistentes que pasaron una vez más su deseo de que dieran el alta a su esposa, noticia que esperaba con gran esperanza. Ella le deseó que así fuera, aunque de una manera poco convincente. Mientras tanto, nos pareció que la tarea del aseo había finalizado, lo que dedujimos al ver que arrebujaban en la entrada de la sala las sábanas de algunas camas que habían mudado, señal que nos movió a penetrar decididamente al interior de la sala de nuestras enfermas para comprobar su estado. Naturalmente me dirigí con inquietud para ver a mi madre pudiendo comprobar que su estado era similar al del día anterior, estacionario. Me impresionó su mirada envuelta en gran escepticismo, lo que me hizo comprender rápidamente que soportaba estoicamente las incomodidades de los aparatos que pretendían mejorarla, aunque sus esperanzas eran muy escasas. Tanto penetró en mi su mirada que me desarmó completamente siéndome imposible transmitirle una mirada de ánimo. Miré para el lado opuesto encontrándome con la escena en que el simpático anciano tenía cogido un bulto semejante al de una niña, que elevaba de la cama a pulso sin aparente esfuerzo, mientras la ayudanta colocaba una sábana sobre la que depositó suavemente el cuerpo. Escruté con curiosidad aquel menguado cuerpo de la esposa de mi admirado anciano cuya primera impresión fue de una momia que hubiera sido descubierta. Me pareció que tenía una edad indescriptible, su cara carecía de arrugas y era de una gran finura, conservando un atractivo mágico al que adornaba una melena larga y grisácea. Sus bellos ojos azules eran inexpresivos y carecían de vida, de su boca no salía mas que un murmullo parecido a un susurro. Y mientras, su amante esposo le decía con gran delicadeza cariñosas palabras de ánimo anunciándole que pronto iban a estar juntos en casa, según le había asegurado la enfermera. Al contemplar aquella escena tan tierna me quedé anonadado pues nunca había presenciado un sentimiento de amor tan auténtico y desinteresado por encima de las vicisitudes de la edad, del dolor y de la ingratitud. Al día siguiente, cuando fui a visitar a mi madre, comprobé que estaba libre la cama de la enferma amada y, tras preguntar por ella a la asistente, me respondió muy fría y profesionalmente que la habían dado el alta.
Han transcurrido algunos años desde aquel día y me he hecho con frecuencia muchas preguntas sobre el desenlace de aquella historia de amor crepuscular tan bella: cómo se las habría arreglado mi buen amigo para cuidar de su amada esposa, sin dudar de que la habría mimado hasta el final, pero habría resistido él aquel esfuerzo, o por el contrario, habría sido víctima de un ataque al corazón que le habría impedido mantener la atención de su esposa. En tal caso, ¿qué habría sido de ella?. No puedo evitar el pensamiento de que puede haber una historia tan maravillosa detrás de alguna noticia de periódico como esta: APARECEN DOS ANCIANOS MUERTOS EN SU DOMICILIO. Al parecer, él llevaba muerto unos días más que su esposa quien, al estar impedida, murió de inanición.
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