—¿La coges o la dejas? —le preguntó Mario mientras se la mostraba.
En el cromado de la pistola se reflejaba el gesto asustado de Javier. Necesitaba el dinero, y la banda pagaba bien a sus miembros por hacer aquella clase de encargos. Temblando, agarró el arma y se la guardó.
—Entonces, ya sabes: entra y roba el dinero de la caja. La tienda está vacía —le dijo Mario—. Más fácil no te lo puedo poner.
Javier hizo un gesto afirmativo, tratando de ocultar lo nervioso que estaba. Salió del coche y se secó con la manga el sudor que le surcaba la frente. Al abrir la puerta, sonó una pequeña campanita.
—Buenas noches —le saludó el dependiente.
Tenía el pelo canoso y un rostro amable. Javier revisó que no hubiera nadie más en la tienda.
«Le amenazo, me da el dinero y me largo; le amenazo, me da el dinero y me largo; le amenazo…», se repetía mentalmente.
—El dinero. ¡Rápido! —exigió, mientras le apuntaba con un pulso inestable.
—Va… vale. Ya voy —levantó los brazos como señal de sumisión. Fue hacia la caja registradora, pero en vez de tomar los billetes sacó, con un movimiento rápido, una escopeta por debajo del mostrador.
No lo pensó. En cuanto le vio con el arma, apretó el gatillo. Sonó una detonación y al instante se encontró con el dependiente en el suelo; el pecho se le empezó a teñir de rojo. Javier le miraba sin poder creer lo que había hecho. La campanita sonó de nuevo.
—He oído un disparo —dijo Mario, que acababa de entrar. Tras ver al muerto, señaló—. Tuviste mala suerte, chico. Te ha tocado uno de los que se saben defender. Ahora coge el dinero y salgamos corriendo. La policía no tardará en llegar.
Pero Javier seguía inmóvil, con los ojos clavados en el cadáver. Se había convertido en lo que nunca quiso ser: un asesino.
—Vamos, chico —protestó Mario—. No ha sido culpa tuya. Él no era tu objetivo. Tan solo fue mala suerte.
Javier hizo uso de esa mala suerte para tratar de ignorar su conciencia y sacar el dinero de la caja.
Salieron juntos de la tienda. Cuando al fin llegaron a un lugar seguro, Mario repartió a cada miembro de la banda la parte que correspondía. Aunque seguía acordándose del balazo en el pecho del dependiente, Javier sentía una íntima satisfacción porque había conseguido que le consideraran uno de los suyos. Lo que no quiso ver es que aquella noche su alma también recibió un disparo, y que su falta de arrepentimiento acabó desangrándola.
Antonio Insua, 15 Años
Colegio El Prado (Madrid)
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