Los amantes del cine espectáculo están de enhorabuena. Hablo de esas películas que se disfrutan en pantalla grande, con un bol de palomitas, si es posible. De esas que no requieren la participación consciente de todas nuestras neuronas pero que disfrutamos con todos nuestros sentidos. Ese cine mágico que nos traslada durante dos horas a otro mundo y que hace que salgamos de la sala flotando… y quien sepa bailar, bailando…
Reconozco que adoro los musicales porque son el único género donde experimento –casi siempre- esa sensación. Y quizás por eso me molesta un poco esa manía del crítico medio de denostarlos considerando el musical un género menor.
A pesar de sus tres candidaturas a los Globos de Oro (una de ellas a mejor película cómica o musical) El gran showman ha cosechado tibias críticas. Tibias… en el mejor de los casos. Los reproches que se le hace a la cinta del debutante Michael Gracey son comprensibles: que si se adentra poco en la verdadera personalidad del complejo Phineas Taylor Barnum considerado el padre del circo sensacionalista: que si Hugh Jackman está excesivo, que Michelle Williams está desaprovechada, que hay una cierta saturación musical, que si su carácter de producto para toda la familia lima aristas a algunos conflictos potentes…
La película acierta al plantear algunos dilemas morales que se resuelven a favor del valor de la persona –en su individualidad y originalidad-, de la familia, de la lealtad a los compromisos y de la superioridad de lo afectivo y lo relacional frente a lo material.
Puedo entender estos peros. Algunos incluso compartirlos. Pero junto a ellos, encuentro muchos valores en esta cinta que, además, es un ejemplo de como el cine es un arte lo suficientemente extenso para que quepa todo. El arte y ensayo y el espectáculo genuino.
Gracey presenta un musical con elementos que ya hemos visto en otras películas. El tratamiento visual y musical es muy similar al de Moulin Rouge y comparte compositores con La La Land. También comparte con el musical de Chazelle cierta ingenuidad y homenaje a los grandes clásicos del cine musical.
A pesar de estar rodeada de cierto simplismo, la historia de Barnum -con sus subidas y bajadas- está contada con convicción y no se podía haber pensado en un protagonista mejor que Hugh Jackman. No solo es que sepa cantar y bailar, es que encarna como pocos lo que se entiende por hombre-espectáculo. A su lado, Michelle Williams, con un papel mucho menos trabajado, queda desdibujada.
El apartado musical es de notable alto: hay muchas coreografías correctas, alguna sobresaliente –la que protagonizan en el trapecio Zendaya y Efron- y alguna canción soberbia, como This is me que aspira al Globo de Oro como mejor canción. La puesta en escena es maravillosa al igual que la fotografía, a pesar de sus excesos y sus colores chillones y saturados.
Por último, la película acierta al plantear algunos dilemas morales que se resuelven a favor del valor de la persona –en su individualidad y originalidad-, de la familia, de la lealtad a los compromisos y de la superioridad de lo afectivo y lo relacional frente a lo material.
En definitiva, ponedle las pegas “técnicas” que queráis…pero estamos ante una de esas películas que hacen grande al cine.
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