-¿Cuál es tu verdad, Marcos? -preguntó el profesor.
Todos los compañeros le miraron, interrogantes, movidos por la curiosidad de conocer la verdad de aquel chico. Probablemente no sabían que era él mismo quien más ganas tenía de descifrarlo, lo que suponía una preocupación añadida a la lista que la vida le había ido escribiendo en las últimas semanas. Marcos no era un chico rebuscado. Se conformaba con ir al instituto, jugar al fútbol, comer con sus amigos en alguna hamburguesería, hacer bromas en clase para intentar dejar en ridículo a sus profesores y evitar, a toda costa, hacer los deberes.
Pero, de pronto, le aparecieron un montón de interrogantes para los que no hallaba respuesta. Le había llegado el momento de madurar, de aceptar que quizá ya no era tan niño como pensaba. Fuera como fuese, tenía claro que no iba a mostrar su interior en público, así que se limitó a responder:
-La única verdad es que usted debe estar muy chiflado para plantearme ese tipo de cosas.
La campana sonó justo después de pronunciar semejante frase, que despertó las risas de algunos de sus compañeros y las exclamaciones de sorpresa de los demás. Mientras recogía los libros, Marcos pensó que ni siquiera la campana del recreo podía acallar la culpa en su interior. Y eso solo podía significar una cosa: era cierto, estaba madurando.
Su amigo Lucas le decía que madurar no era malo. De hecho, todos pasaban por ello, al menos, una vez en la vida. Bueno… todos menos el padre de Marcos, que desde que les abandonó había demostrado que seguía siendo un niño malcriado. Por su parte, Sandra, su prima, pensaba que a los adolescentes se les retiran todas las ventajas que tienen los niños, pero también todas las de los adultos.
Allá donde fuera, nadie se ponía de acuerdo para explicarle a Marcos si aquello que le estaba ocurriendo tenía solución. Él seguía sin querer estudiar, pero a la vez no deseaba traicionar a sus padres. Y quería elegir a los mejores jugadores de la clase para su equipo de fútbol, pero sin sentir lástima por aquellos que por sus nulas condiciones deportivas nadie quería.
A medida que los días pasaban, se fue dando cuenta de que madurar no estaba tan mal. Empezaba a notar sensaciones de satisfacción cuando sacaba buenas notas, cuando saludaba por las mañanas al conductor del autobús y cuando les daba las buenas noches a sus padres. Había dejado de vivir solo para divertirse con sus amigos, pues empezaba a percatarse de que debía darle prioridad a las cosas importantes. Consideró que si las escribía en un papel y después lo colgaba en el cabecero de su cama, podría revisar cada noche si había cumplido sus propósitos:
-Hacer sonreír, al menos, a tres personas.
-Ser amable con mis padres. Aunque a veces no lo parezca, ellos me quieren.
– Estudiar, al menos, una hora.
– Fijarme en algún detalle de mi entorno habitual que nunca antes hubiera visto.
– Decirles a mis amigos que son los mejores.
Si se le hubiera ocurrido enseñar la lista en clase, probablemente alguno le habría dicho que escribir esos papelitos no es lo propio de una persona madura. O que si esas eran sus prioridades vitales, lo llevaba claro. O que eran objetivos demasiado fáciles como para considerarlos retos. Pero lo cierto era que no le habrían importado esos comentarios, porque detrás de cada uno de los puntos de la lista había una verdad grande que solo él podría entender. Y quizá por eso sentía que crecer era una oportunidad.
En ocasiones Marcos se desanimaba y quería rendirse, pero al volver la vista atrás comprendía que su verdad, aquella verdad por la que le preguntó el profesor, no era otra que <<empezar a ser adulto>>.
Ana Santamaría
Ganadora de la XII edición de Excelencia Literaria
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