Natalia Sanmartín no entró un día en una librería, tomó nota de los libros más vendidos y se encerró en su estudio a fabricar un ‘Best Seller’ al uso, con un ojo en la pantalla del ordenador y otro en el mercado editorial. Más bien al contrario, su libro, El despertar de la señorita Prim, es el producto destilado de viejas y queridas lecturas, cuyos tomos puestos unos encima de los otros acumulan siglos, polvo y verdades. Y al mismo tiempo todo con un toque de credo personal, algo así como Natalia contra el mundo, Sanmartín Fenollera por los caminos sola, cantando su canción, a su aire, hasta el punto de que en los cenáculos y mentideros literarios se la espera, pero no está.
Gonzalo Altozano.- Mientras escribía la novela, ¿era capaz de imaginar el éxito que alcanzaría?
Natalia Sanmartín.- Es una cosa extraña, como una paradoja. Porque siempre pensé que la historia no saldría nunca del ordenador. Aunque una parte de mí pensaba… “¿y si sale del ordenador?”.
Pues salió, y no solo del disco duro, también de nuestro país, pero qué le voy a contar.
Por eso digo que es extraño, paradójico. Porque aunque pensaba que no se iba a publicar, es verdad que construí la novela -digamos que la fabriqué- para que pudiera leerse en otros países. Al final, lo que quería era hablar de una serie de cosas y que estas llegaran al mayor número de gente posible.
¿Fue el cumplimiento -y perdone si acaso la cursilada- de un viejo sueño?
¿Novelista? Yo lo que quería ser de pequeña era bibliotecaria. Porque más que escribir, lo que me gustaba era leer. Quería pasarme la vida leyendo; leyendo y jugando.
¿Lo consiguió, al menos durante su niñez?
Me crié en un hogar muy lleno de amor y, al mismo tiempo, muy desorganizado y muy lleno también de niños, lo cual agradezco enormemente.
¿Por qué?
Porque me permitió una experiencia muy concreta de lo real.
¿En qué sentido?
En el de cruzar la calle y entrar en casa de una tía abuela nuestra; una casa con un jardín enorme. Era allí donde me pasaba la vida jugando con la tierra e imaginando bosques donde buscaba no sé qué, y todo, ya digo, con un montón de hermanos.
¿Y los mayores? ¿Dónde quedaban los mayores?
No recuerdo en mi infancia a los mayores metidos por el medio.
¿No?
A ver, sí, mis padres estaban ahí, y otras personas adultas también. Lo que quiero decir es que los niños no andábamos en las conversaciones de los mayores, ni estos nos preguntaban nuestra opinión sobre cualquier cosa, sino que teníamos un mundo aparte, un mundo con leyes de niños, donde jugábamos solos, o sea, entre nosotros.
Pero imagino que…
Por supuesto teníamos que ir a comer a determinadas horas, y también bañarnos o cenar, pero enseguida volvíamos a lo nuestro. Éramos una especia de tribu, y así fuimos creciendo.
¿Satisfecha con el resultado?
Creo que hemos salido bastante normales… dentro de lo que cabe.
¿A pesar de la ausencia de disciplina o precisamente por ello?
La disciplina es necesaria, y más ahora que los padres trabajan fuera. Pero es verdad que me crié en un hogar sin ese sentido moderno de la disciplina y con acceso a todos los libros.
¿A todos?
Excepto los que se consideraba que no eran adecuados, aunque tampoco creo que hubiese.
¿Con qué empezó?
Con cuentos de hadas. Pero de hadas de verdad, no de Disney.
¿Y luego?
Las leyendas de Becquer, que leí muy pronto, muy pequeña.
O sea, que leía lo que caía en sus manos.
Mi madre dice que cuando no tenía nada que leer leía la guía telefónica, pero yo creo que eso sí es una leyenda.
Cuentos de hadas, leyendas de Becquer…
Y literatura anglosajona. También muy pronto. Mujercitas está ahí.
¿Es partidaria?
¿De Mujercitas? Totalmente. Pero para las chicas, no para los chicos.
¿Qué más?
Orgullo y prejuicio, La isla del tesoro… En fin, todo lo que Senior llamaba los buenos libros.
¿Quién?
Senior. John Senior. Recuérdeme que luego hable de él.
¿Y cómo fue el proceso de pasar de los cuentos de hadas a, qué sé yo, Jane Austen?
Pues fue como entrar en un mundo donde estabas constantemente descubriendo cosas, y en el que un libro te llevaba a otro, y todo de manera muy natural, y sin que nadie te guiara.
¿Ni siquiera su padre?
Mi padre nos veía con un libro de literatura rusa -a mí o a mis hermanos- y pensaba que leeríamos dos páginas y ya nos aburriríamos. O no decía nada cuando abríamos la Ilíada o la Odisea y las pintábamos. Porque cogíamos los libros y jugábamos con ellos. Lo que desde luego no había en casa era eso de ahora de libros clasificados por edades.
Qué bibliotecaria tan peculiar hubiera sido usted. Por cierto, la protagonista de su novela… … es bibliotecaria. Pero no pensé en eso cuando la escribí, la verdad.
¿En qué pensó?
En lo que le decía antes, en hablar de una serie de cosas.
¿Porqué no un ensayo?
Porque no estaba preparada.
Sí lo estaba, en cambio, para contar un cuento.
No es casual que Dios hable a través de historias, como todas esas parábolas que hay en las Escrituras. Porque las historias tienen la virtud de girar los puntos de vista, de poner el énfasis en unas cosas y no en otras, y son un instrumento muy especial a la hora de transmitir verdades. Porque de eso quería hablar yo, de la verdad, y también del bien y de la belleza.
Y, sin embargo, no es la suya una novela de tesis, con intención adoctrinadora.
La prueba es que hay quien la lee y se queda en la superficie. Porque el libro tiene como tres niveles de lectura, como tres capas.
Primer nivel o capa.
Una novela costumbrista y de amor, que es como se lanzó al mercado y como la leyó muchísima gente.
Segundo.
La crónica de un despertar, de una rebelión contra la modernidad y sus demonios, el choque de dos maneras de ver el mundo, una especie de manual de guerra, pero de lectura más o menos amable.
Y tercero.
El más profundo de todos, el que más abajo está del libro y que quizás por eso la gente no lo ve, por más que a mí me parezca evidente: la historia de una conversión, y de una conversión religiosa.
Póngame un ejemplo de alguien que se quedara en la superficie del libro o, directamente, que lo malinterpretase.
La feminista propietaria de una librería que me invitó a firmar ejemplares en la feria del libro de Madrid; una mujer, por cierto, dulce y encantadora. Acogió el libro con mucho cariño, cosa que le agradezco enormemente, y me dijo que era maravilloso, y que le había gustado muchísimo, sobre todo el final, porque al final la señorita Prim… ¡se elegía a sí misma!
¿Cómo reaccionó usted?
Sonriendo y callando, como siempre que alguien me habla del final del libro y lo interpreta.
Prudencia Prim feminista… eso es mucho interpretar.
Sí, porque la novela critica -en ocasiones feroz y salvajemente- los ismos como ideología, entre ellos el feminismo, que es de los más dañinos.
¿Por qué?
Porque las ideologías, y no solo el feminismo, son uno de los demonios del mundo moderno. Digamos que funcionan en un plano ficticio, donde uno las construye, y les pone nombre, y habla de torres que defender, y de torres que atacar…
Pero a la hora de la verdad…
A la hora de la verdad, cuando las colocas sobre el terreno, las ideologías no encajan, no funcionan, producen distorsiones, y producen daños, y producen sufrimiento, y esto es así porque no están hechas a la medida del hombre y de su naturaleza.
Hablaba antes de guerra y amabilidad, y supongo que es aquí donde encaja todo esto.
La novela es como un francotirador que está en su sitio y dispara, dispara, dispara, solo que pasteles en lugar de balas. Quiero decir que está contada como una historia muy suave, aunque de lo que yo quería hablar no tiene nada de suave.
¿La crítica a la educación moderna, por ejemplo?
Que conozco bien porque la he sufrido, como casi todos.
Crítica, cabe insistir, por la vía de la novela, no del ensayo.
Porque no creo que haga falta teorizar sobre el asunto. Uno ve cómo se educaron los padres, los abuelos, las generaciones anteriores, en fin, y cómo se educan los niños ahora, y llega a la conclusión de que tenemos un serio problema.
Luego, si acaso, le pregunto por la solución del problema, pero hábleme ahora de sus causas.
Que hemos delegado la educación en unas instituciones con unos planes de estudios muy rígidos, donde se aprende poco (y este poco no muy útil), y donde se priman las tecnologías y el éxito profesional para dentro de diez o quince años, en lugar de ir al fondo de las cosas. Y yo me rebelo contra eso.
Los personajes de su novela también.
Porque saben que el mundo no va a educar a sus hijos mejor que ellos; por eso los educan en casa y en comunidad, en el sentido de que el que es especialista en literatura enseña literatura, y el que es especialista en arte enseña arte, y el que es especialista en química enseña química… ¡Oh, ya sé lo que me va a decir!
¿Qué?
Que todo esto suena muy utópico.
Es que suena muy utópico.
Pero si miramos atrás descubriremos que durante siglos las generaciones leían, pensaban y aprendían sin necesidad de escuelas formales y obligatorias ni rígidos planes de estudios, que son una cosa muy moderna.
¿Propugna una vuelta atrás?
Yo lo que defiendo es la idea de la libertad, que los padres elijan la forma de educar a sus hijos, bien en casa, bien en una escuela de determinado perfil, pero que elijan.
Después de todo esto, si le pregunto dónde debería empezar la educación, va a pensar que no la he estado escuchando.
En el hogar; debería empezar en el hogar y con el asombro. John Senior…
Se me olvidó preguntarle por él. ¿Quién fue Senior?
Un profesor de Literatura de la Universidad de Kansas… y también una de las muchas influencias detrás El despertar de la señorita Prim. Pues bien, lo primero que hacía Senior con sus alumnos era sacarlos al campo de noche y ponerlos a mirar las estrellas.
¿Por qué?
Porque aquellos chicos no se habían parado nunca a mirar en silencio el cielo estrellado.
¿De qué época hablamos?
De los años setenta, en plena irrupción de la televisión, las drogas y la música rock, todo lo cual, según Senior, produjo un gap entre las mentes de los jóvenes de entonces y lo real.
¿Qué no diría Senior ahora con internet?
La realidad virtual de las películas -o, en el caso de los niños, los videojuegos-, el leer pero no en un soporte material, la vida tecnológica, en fin, todo eso te aleja de lo concreto.
¿En qué sentido?
En el de que hay gente que prefiere tener experiencias a través de un ordenador que vivirlas directamente, gente a la que le encantan los documentales de la naturaleza y tienen fotos de puestas de sol como salvapantallas, pero a la que no se le ocurre salir y mirar al cielo, gente que se sienta en el sofá, con su familia, pero prefiere comunicarse con los que están fuera, a través de los móviles. Esto ocurre y es, insisto, una distorsión de lo real.
Pero no solo ocurre en las ciudades.
Lo sé. Sé que uno puede vivir en un pueblo y vivir enganchado al ordenador, todo el día dentro de casa. Pero, al menos, en un pueblo uno tiene más acceso a lo que son los cielos, a lo que es la tierra, a lo que es, en definitiva, el entorno de la creación, y, por tanto, es muchísimo más difícil aislarse que una ciudad. En lo que quiero insistir es que es el estilo de vida moderno el que nos separa de la realidad y, además, de una manera muy evidente.
Cuando habla de todo esto, ¿habla de San Ireneo, el pueblo de su novela?
No se puede mirar San Ireneo como si fuese un pueblecito real porque no lo es. Además, ni siquiera es un pueblo.
¿Qué es?
Una colonia. Es decir, que no se ha formado de manera natural, sino que se ha ido llenando de rebeldes contra la vida moderna y sus disfunciones, defensores todos de otra forma de vida. En cualquier caso, si fuera real, sus habitantes, los irenitas, no tendrían esas conversaciones tan profundas sobre la búsqueda de la verdad, sino que hablarían de otras cosas. No existe, en fin, un lugar así, como el de la novela.
¿No?
Existen lugares pequeños, donde uno no tiene que meterse en un atasco de tres horas para ir a trabajar, y puedes ver jugar a tus hijos en la calle, y donde la gente se conoce, y todos saben algo de todos, y las relaciones son más cercanas, y hay cierta cortesía, porque se vive a una escala más pequeña, más humana. Lugares así han existido siempre y siguen existiendo.
De hecho, ese es el tipo de comunidad, el tipo de sociedad…
… sobre el que se levantó Europa, pueblitos alrededor de un pulmón espiritual que, en el caso de la novela, es un monasterio.
¿Qué propone, desandar el camino recorrido hace años por el éxodo rural?
Cada uno tiene que vivir donde está y donde puede vivir. Porque no todo el mundo puede irse a vivir al campo. Con que no se trata solo de eso.
¿De qué se trata entonces?
De bajar la velocidad, de cambiar el modelo, en definitiva, de volver a la idea esa tan antigua y tan benedictina de que hay un tiempo para cada cosa.
¿Un tiempo para cada cosa?
Un tiempo para trabajar y un tiempo para descansar, un tiempo para compartir con la familia y un tiempo para la soledad, un tiempo para hablar y un tiempo para estar en silencio… Esta es un poco la gran batalla.
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