Al salir del Ilyushin Il-96 que recorría el trayecto Madrid-La Habana para la compañía aérea estatal de Cuba, lo primero que pensó era que hacía más fresco del que esperaba. Sabía que de noche haría un viento considerable, pero no esperaba sentir frío. El avión había tenido que hacer una parada técnica en Santiago de Cuba, y salió velozmente del aparato cuando por fin aterrizaron en La Habana. Estaba cansado del largo viaje y al revisar la hora en la interminable cola del control de pasaportes, fue consciente de que tenía algo menos de siete horas para descansar.
Al llegar su turno, una agente de aduanas de baja estatura y con el cabello teñido de oscuro, uniformada de manera que parecía disfrazada con un traje viejo y mal cortado, le preguntó el motivo de su viaje.
–Turismo –respondió sereno y cansado, luchando contra los impulsos de sus párpados por cerrarse.
–Bienvenido a Cuba –le dijo mientras sellaba su documentación.
El Hotel Nacional lo esperaba como una montaña espera al escalador, viejo e imponente sobre una protuberancia del terreno frente al océano Atlántico. El castillo era sobrio y elegante al mismo tiempo, igual que un dirigente comunista vestido en paños ingleses y afeitado al milímetro, que dirigía una sesión del Partido bajo la atenta mirada de los miembros del Comité Central.
Cuando entró en el vestíbulo se fijó en una bandera con la figura de Ernesto Guevara, que conmemoraba el cuadragésimo aniversario de la Revolución cubana. En dos días se cumplirían sesenta años desde entonces y por unos segundos se preguntó dónde tendrían puesta la bandera conmemorativa del cincuenta aniversario.
Esperó turno durante diez minutos en la recepción del hotel, antes de recibir la llave de su habitación. Le antecedían dos familias, una americana y otra noruega o sueca. No tenía certeza de ninguna de las dos opciones. Luego pensó que quizás eran alemanes. Entonces llegó su turno.
–Su habitación esta lista. Sólo necesito que firme aquí.
–Como no –garabateó el papel que confirmaba su llegada al hotel y se lo devolvió al recepcionista con una sonrisa que no le fue devuelta–. ¿Sabe como puedo conseguir acceso a internet? Debo avisar de mi llegada a alguien.
–Hoy ya no le será posible conseguir las claves de acceso. Los compañeros de comunicaciones solo trabajan de ocho de la mañana a cinco de la tarde.
Aquello le pareció inaceptable, pero decidió esforzarse por no darle importancia. De todos modos, solo necesitaba la conexión para escribir a su familia que el viaje había ido bien. No era para tanto y sintió vergüenza por lo sencillo que era irritar a una persona joven como él, criada con todas las facilidades. Además, había hecho que un buen amigo le reservara un trayecto desde el Hotel Nacional hasta la casa museo de Ernest Hemingway, situada en su antigua finca de La Vigía. Su amigo había conocido a un taxista, ameno y culto, según sus palabras, durante uno de sus viajes a la isla y le iba a hacer de chófer a lo largo de su estancia.
A las siete y media de la mañana le despertó una llamada de recepción. Era el taxista, que le avisaba de que ya se encontraba en el lobby, esperándolo para cuando estuviera listo. Habían quedado a a las ocho y le irritó pensar en los diez minutos de sueño que aquel chófer le había robado, pero de inmediato pensó que le vendrían bien esos minutos para cambiar unos euros.
Se metió en la ducha. Era una bañera cuya cerámica estaba picada en los bordes. Sólo salía agua caliente. Bajó al lobby y cambió un billete de cincuenta euros. Esperó una suma elevada, pero solo le entregaron cincuenta y dos pesos cubanos convertibles. Le extrañó, acostumbrado como estaba a cambiar euros y recibir sumas elevadas de moneda local en algunos países de Sudamérica, como Colombia o Chile. No le dio tiempo a reflexionar sobre el asunto. Angel, un señor menudo y con bigote al estilo David Vidal, le tendió la mano en el mismo momento en el que se disponía a buscarlo.
–Ángel Amador. Mucho gusto.
–Carlos Pereira. El gusto es mío. Miguel no tiene más que buenas palabras para describir su servicio.
–Siempre es un gusto colaborar con un camarada. Y, como no, con el partido de la madre patria.
Ángel levantó el puño. Pensó que debía devolverle el saludo, aunque le molestaban aquellas consignas con olor a vino rancio y Ducados, pero era mejor no crear una situación incómoda durante el trayecto a La Vigía.
El coche de Ángel era de marca china. Tuvo que preguntárselo para averiguarlo. No había visto nunca una chapa con ese logotipo. El interior era cómodo y le sorprendió encontrarse con una radio con pantalla táctil. Su sorpresa aumentó cuándo Ángel le ofreció conectar su teléfono móvil.
–Tengo la música en una aplicación que funciona por internet, pero al no disponer de datos móviles aquí, de poco serviría. Muchas gracias de todos modos.
–Yo de estas cosas poco entiendo –le dijo con un acento cubano que le pareció nuevo y muy distinto a los que hasta entonces había escuchado, como si escondiera un trabajo por conservarlo–. El radio lo puso mi hijo y yo solo sé conectar los teléfonos de los turistas. ¿Usted no trae máquina?
–¿Máquina?
–De fotografía.
–No; prefiero ver e intentar recordar.
Ángel le explicó que el taxi era propiedad de su hijo, licenciado en turismo por la universidad de La Habana, un chico con un nivel de inglés más que aceptable. Estaba empleado en el Hotel Packard.
Charlaron durante un rato acerca de unos problemas mecánicos que sufría el coche desde meses atrás. Ángel le preguntó si tenia automóvil en España.
–No. No tengo carnet de conducir.
–Algún día lo necesitará. Un diputado comunista no puede aparecer con un chófer. Aquí todos nuestros diputados llegan a la Asamblea a pie.
<<¿De que narices me está hablado este señor ahora? ¿Quién se afilia al Partido Comunista en el siglo XXI para ser diputado?>>, pensó Carlos. Le tentó explicarle que el Partido Comunista era una sombra en extinción al otro lado del Atlántico, pero decidió que no había razón para minar una moral socialista como la que conducía ese Voleex C10 de la Great Wall Motors Company.
Llegaron a La Vigía y le preguntó cuánto le debía. Angel contestó que, si gustaba, podría pagarle todos los trayectos el día de su vuelta a España. Aceptó para así poder pasarle una sola factura al Partido.
–Si tiene una reserva hecha, no tiene que hacer cola de ningún tipo. Solo pase y diga su nombre. Encárguese también de mostrar el carnet del Partido, si lo tiene aquí; eso los acelera –le recomendó Ángel mientras subía de vuelta al taxi–. Estaré aquí, esperándole, en una hora.
Entró en la recepción de la casa museo y dio el nombre de la persona que le había hecho la reserva para la visita guiada. Decidió no enseñar ningún carnet. La guía le mostró las dependencias de la casa y, posteriormente, los bonitos jardines de la finca, aunque no era costumbre. Ella había decidido por su cuenta que. al ser el visitante un hombre de letras, le permitiría entrar en la biblioteca privada de Hemingway a solas y sin ninguna prisa.
A Carlos le gustó aquel gesto. Se preguntó si quién había hecho la reserva desde España habría mencionado su cargo en el Partido Comunista. No le importó cuando se vio caminando hacia una de las bibliotecas privadas del premio Nobel. La curiosidad por conocer los títulos que acompañaron a Ernest Hemingway en sus últimos años de vida era mucho más grande que el sentimiento de culpabilidad por aprovecharse de tener un carnet rojo y plastificado.
La biblioteca la componían tres estanterías de unos dos metros de ancho por metro y medio de alto, cada una llena de volúmenes antiguos. La guía le dejó solo, cómo le había prometido, y durante veinte minutos Carlos se dedicó a transcribir, con un bolígrafo en una pequeña libreta de tapas verdes, aquellos títulos que le parecieran interesantes. De pronto, un hombre elegantemente vestido abrió la puerta, se situó a su lado y le preguntó si había encontrado aquello que esperaba.
–Es impresionante tener delante una parte de la historia de la Literatura universal.
–¿Me permite ojear esa libreta?
Se la entregó. El cubano leyó los títulos que había apuntado. Sonrió como quién comprueba los resultados de una quiniela y se acerca al pleno. Puso el dedo sobre uno de los nombres y lo pronunció en voz alta: El Americano, de Henry James. Unos instantes después le ofreció a Carlos que se lo llevara a cambio de doscientos dólares americanos.
–¿Quién es usted?
La respuesta fue una placa del servicio secreto cubano.
Reflexionó acerca de lo que estaba ocurriendo. Había las mismas posibilidades de acabar en el calabozo como de que aquel ejemplar tuviera anotaciones del mismísimo Hemingway. Decidió aceptar el misterio y exponer su situación:
–No tengo dólares. Podría darte cincuenta pesos y cien euros. Es todo lo que llevo encima.
–Por ciento cincuenta pesos no te vas a llevar un Henry James. Quizás un Maugham o una página de sus anotaciones…Piensa que la guía también quiere su parte –le informó, encendiendo un cigarrillo.
–Puedo comprar un Maugham en cualquier librería de Madrid –le dijo, poniéndole el dinero en la mano.
El agente abrió un baúl y sacó un montón de hojas. Tomó una al azar, la dobló y se la entregó. Carlos consideró que era mejor no ojearla en aquel momento y salir de allí lo antes posible, con sus centímetros cuadrados de historia amarillenta en el bolsillo.
Antes de abandonar la casa, vio de pasada un trofeo de caza que tenía una inscripción de metal con el nombre del escritor norteamericano. No pudo pensar en otra cosa durante el trayecto de vuelta.
Al llegar a su habitación, desdobló cuidadosamente el papel. Se trataba de un recordatorio para comprar comida a los gatos, pagar la cuenta en el bar del Hotel Nacional y un pequeño dibujo de lo que parecía un pez espada.
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