Se estrenó el pasado viernes en España después de que pudiéramos disfrutarla en el Festival de San Sebastián. Si tuviera que quedarme con una única película de las que vimos en esta 67 edición del Festival sería esta. Y eso que, precisamente, estuve a punto de quedarme sin verla.
Suelo tener cierta alergia a las películas largas –pienso que casi todo puede contarse en 90 minutos, como mucho- y no tengo una especial predilección por el cine oriental, que me resulta en general lento y falto de emoción. Hasta siempre, hijo mío es una película china de 185 minutos y, para colmo de males, aunque había sido la gran ganadora del Festival de Berlín, leí un comentario negativo que me había desanimado. Total, que me senté a ver la película con poquísimas ganas y reloj en mano para salirme a la media hora. Había muchos otros títulos que elegir en un Festival que había programado más de 300 títulos.
Como habrá adivinado el lector, dejé de mirar el móvil a los pocos minutos. Tres horas después salí del cine con la convicción de que el viaje había merecido la pena.
Y hablo de viaje porque Hasta siempre hijo mío es un viaje emocional. O varios. La cinta cuenta el recorrido de dos matrimonios. Al inicio sabemos que uno de ellos pierde a su hijo en un desgraciado accidente. Una muerte que romperá por la mitad la vida de los protagonistas. A partir de ese momento, la película va y vuelve del pasado al presente con una sucesión de flashbacks que, acepto la crítica, podrían haber sido más sutiles pero sirven para conocer a fondo a los personajes. Estamos ante hombres y mujeres buenos, pero vulnerables.
La historia aborda décadas y los vemos equivocarse, engañarse a sí mismos y a los demás. Caer y levantarse. Pero, sobre todo, los vemos sufrir por su maternidad y su paternidad. De fondo, está la ley del hijo único impuesta por el régimen de Mao y sus consecuencias y el infinito dolor que produce la pérdida de un hijo. Ese dolor es el gran tema de la película y pocas veces he visto en la pantalla una reflexión tan profunda, tan doliente y tan serena sobre lo que significa la muerte de un hijo y las heridas –personales pero también sociales- del aborto.
La película aborda también el tema de la culpa. Hay personajes que, sin ser malos, actúan mal. Sus acciones tienen secuelas desastrosas y ellos sufren por sus errores. En este tema, la cinta también se muestra valiente, sin miedo a la incorrección política. La respuesta a la culpa y la solución a los errores no es el engaño ni el olvido, es la verdad y el perdón. Aunque duela.
Ese dolor es el gran tema de la película y pocas veces he visto en la pantalla una reflexión tan profunda, tan doliente y tan serena sobre lo que significa la muerte de un hijo y las heridas –personales pero también sociales- del aborto.
Es difícil encarnar estos personajes tan humanos, tan profundos y tan frágiles si no hay detrás un buen elenco de actores. Los protagonistas -Wang Jing-chun y Yong Mei- fueron premiados en el pasado Festival de Berlín donde la película encabezó el palmarés. Dos merecidísimos premios para una película -lo he dicho ya ¿verdad?- maravillosa.
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