Hace apenas un año, disfrutábamos de la alegría de Málaga, de sus callejones y sus vinos, de su arte y sus rincones. Asistíamos a una gala de los Premios Goya repleta de gente, aplausos y algunas toses. Preludio de lo que, sin imaginarlo entonces, vendría después.
Este año la ciudad era la misma, pero el escenario otro bien diferente: el viejo cine Pascualini, convertido enc Teatro del Soho, gracias al tesón de Antonio Banderas. Vibrante, cuando el actor malagueño lo inauguró recientemente, para cumplir su sueño: llevar al corazón de su ciudad natal, el espíritu del Broadway de los años 70, con su musical “A Chorus line”.
Pero este año, el teatro que albergaba la ceremonia de los Goya, aparecía en nuestras pantallas enlutado, vacío y solemne. Difícil tarea, la de Banderas y María Casado, de presentar la gala de este año raro y triste. Apostaron por la sobriedad, por el menos es más y funcionó. Un discurso de presentación reflexivo, sentido y emotivo… y el negro, de pronto se volvió elegante, casi brillante.
Una gran pantalla, a modo de mosaico, iluminó el escenario y lo llenó de actores, cineastas y técnicos, gracias a la tecnología. Ellos se quedaron en casa, por necesidades de un guión improvisado, que va escribiéndose al ritmo que nos marca la vida y una distancia social que no permitía más. Eso sí, vistiendo sus mejores galas. Las que la ocasión merecía.
Ángela Molina agradeció el premio a la vida, que le ha dado tanto, y al AMOR. “Un amor que no distingue lo sagrado de lo vivo”.
Mientras, el teatro permanecía desnudo, sin el calor del público, las risas y los aplausos. Pero arropado por la música en directo y algún que otro baile discreto. Al otro lado de la pantalla, no faltaron anécdotas, sonrisas sin mascarilla y la naturalidad que desprende la improvisación desde casa. La de los actores españoles, latinos, británicos… Y el glamour de Hollywood, apoyando de forma unánime al cine español. Reflejo, sin duda, de la buena labor de Banderas como embajador de la cultura española, para que trascienda más allá de nuestras fronteras.
En cuanto a las películas nominadas, triunfaron “Las Niñas” de Pilar Palomero, que ganó el premio a Mejor Película, Dirección Novel, Guión y Fotografía. Las brujas de “Akelarre” y “Adú”. Este año hubo más mujeres nominadas que nunca y algunas de ellas resultaron ganadoras. “La Boda de Rosa” de Iziar Bollaín, fue realizada, producida e interpretada mayoritariamente por un elenco femenino. La novia se quedó compuesta y sin novio, pero orgullosa de su amor a sí misma y contenta de que su hermana Nathalie Poza, se llevara el premio a Mejor Actriz de Reparto.
No faltó en el año de Berlanga, un entrañable guiño al genial cineasta y su cine. El humorista Carlos Latre, nos arrancó unas sonrisas imitando al gran Pepe Isbert, que tan buenos ratos nos hizo pasar con sus actuaciones en “Bienvenido Mister Marshall”, “El Verdugo” o “La Gran Familia”.
Tampoco faltó un precioso homenaje a Ángela Molina. Apareció rodeada de taconeos flamencos y del aplauso acompasado de alegres abanicos rojos. El director Jaime Chávarri, fue el encargado de entregarle el Goya de Honor, en reconocimiento a toda su carrera. Nos emocionó el discurso de una Ángela desangelada, sin el calor de su público, pero siempre radiante. Vestida con la gracia de sus volantes, la soltura de su melena y su sonrisa de ángel. Risueña, sencilla, generosa, humana y elegante. Con su presencia, demostró que la intensidad de sus años vividos, sigue iluminando a todos los que la rodean: su familia y la del cine español.l
«La vida se parece al cine, porque no se puede disfrutar sin los demás”. Ángela Molina
Agradeció el premio a la vida, que le ha dado tanto, y al AMOR. “Un amor que no distingue lo sagrado de lo vivo”. Se lo dedicó a sus padres, a su familia y a todas las personas con las que ha trabajado. Lo recogió con la alegría, la serenidad y la sabiduría que dan los años y las experiencias vividas. “Improvisando puentes que ninguna pandemia puede arrebatar”, como sólo ella sabe, siempre conciliadora, discreta y soñadora.
Se mostró amiga del azar, que según ella “es cómplice del amor”. Lo dijo porque su padre, Antonio Molina, cantó en ese mismo escenario, sintiendo el calor del público hace ya algunos años. Por casualidades de la vida, el destino quiso que fuera su Málaga querida, la ciudad elegida. Recordó a su padre con la mano en el corazón, sabiendo que, aunque en esta función de ahora el público no estaba presente, ella seguía siendo tan querida como siempre.
La actriz española, prosiguió su discurso, visiblemente emocionada: “Podría hablar de la luz de España entera, de su aire fino que disuelve las penas, pero siempre os estaré hablando de su gente. Gente generosa a la que le urge darse para saberse vivo. Gente noble, buena, leal, amiga en las horas más difíciles. Que necesita vivir para querer y querer para vivir”.
Del cine dijo que ha marcado su calendario, su horizonte y su camino. “Un viaje hacia el ser humano, hecho por humanos” que a ella le ha hecho compartir, entusiasmarse, comunicarse con el otro y sentir que nos necesitamos.
Terminó su discurso agregando que “la vida se parece al cine, porque no se puede disfrutar sin los demás”. Y es que el cine, al igual que la vida, es soñar, reír, llorar y compartir.
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