Reconozco, no con orgullo sino con resignación, que nunca he sido una gran admiradora de J.R.R. Tolkien. Y lo digo con resignación porque me han rodeado personas sabias, creativas e inteligentes que se emocionaban hasta las lágrimas cuando leían El Señor de los anillos y hablaban de la Tierra Media con la misma pasión con la que hablaban del Paraíso. Durante mucho tiempo me esforcé por disfrutar de la literatura de Tolkien como aquellas personas. Lo intenté. Empecé varias veces El Señor de los anillos, avancé muchos capítulos como quien avanza por el desierto hasta convencerme de que, desgraciadamente, Tolkien y yo no estábamos hechos el uno para el otro. Nuca dudé que la culpa del fracaso la tenía yo, solo faltaba. Tampoco fue una ruptura traumática. Ni una puerta cerrada a cal y canto. Quizás más adelante. Quizás. Por qué no.
Por eso, me acerqué al biopic del hombre clave de la literatura fantástica, con curiosidad y buena predisposición. Quizás había llegado el momento de enamorarme de Tolkien.
Esta larga introducción no es para rellenar caracteres, entre otras cosas, porque tengo una editora generosa que no me paga según los caracteres. La introducción viene porque creo que explica bien una de las características de este biopic. Estamos ante una película correcta –no sobresaliente, ni siquiera notable pero si correcta, muy correcta- que encontrará un eco muy distinto según el espectador que acuda a ella y lo que le pida a la película. Yo buscaba conocer algo más de la biografía del celebérrimo escritor. Vista desde este prisma la película cumple con creces.
La cinta se centra especialmente en una etapa de la vida de Tolkien, su infancia y juventud. Las escenas del Tolkien maduro, del famoso literato, se supeditan a esa explicación de los orígenes, que es la verdadera sustancia de la película. El cineasta finés Dome Karukoski se detiene contando la dura infancia de un niño huérfano temprano o el heroísmo de la madre de Tolkien, convirtiéndose al catolicismo a pesar de la oposición familiar, cosa que explica la importancia que dio siempre el escritor inglés a la religión: una sólida fe que era todo menos un consuelo piadoso. La cinta se refiere, por supuesto, a la obra de Tolkien, pero fija mucho más su atención en su delicada y profunda historia de amor con Edith o en su relación con sus amigos con los que conformaría la sociedad TCBS (Tea Club and Barrovian Society) en cierto modo germen de la posterior y mucho más conocida y sustanciosa sociedad de los Inklings.
Para los expertos tolkinianos quizás estos rasgos biográficos resultarán archisabidos, pero para quienes no conozcan tanto al escritor pueden significar una atractiva puerta de entrada, primero a su biografía y más tarde a su obra
Es cierto que, al margen de esta materia narrativa, la realización, el montaje e incluso la forma de desarrollar las –escasas- subtramas resulta algo plana, más propia de un telefilm, aunque el diseño de producción es cuidado y las interpretaciones son correctas.
En resumen, una película que, sin sobresalir por sus valores cinematográficos y sin ser la película definitiva sobre Tolkien, ayuda a entender la vida de un escritor que, nos guste más o menos, ha conseguido llevar la literatura fantástica a un nivel –literario, filosófico e incluso teológico- al que nadie la había llevado antes, ni la ha llevado después.
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