Sin hacer demasiado ruido, como si fuera lo normal en estos tiempos tan raros, el Festival de cine de Málaga puede presumir de ser el único certamen que ha conseguido celebrar ya su segunda edición con el covid presente. Quizás esta primacía le viene porque fue, precisamente, el primer certamen en suspenderse el año pasado –tenía prevista su inauguración el 13 de marzo de 2020- y porque fue el primero que unos meses después, en lugar de apostar por el zoom, se atrevió a celebrar un festival presencial, con muchísimas medidas de seguridad, sin alfombras rojas ni fiestas, pero con la asistencia física de cineastas y prensa. La decisión fue un éxito y un espejo donde se miraron el resto de los festivales que fueron atreviéndose a salir del agujero en el que el covid nos había metido. Se podría decir que Málaga fue la primera ciudad que se aventuró a convertirse en sala de cine y a proclamar que, a pesar de algunos agoreros, la cultura es segura.
Con la experiencia de agosto, el festival se lanzó a celebrar su 24 edición como antesala a unas bodas de plata, que se anuncian para marzo del 2022, y que quieren celebrarse por todo lo alto. Como en la anterior edición, se extremaron las medidas y se suprimieron las alfombras rojas y algunos actos con público, pero –con las restricciones sanitarias muy recortadas- la ciudad se volcó con un festival mucho más parecido al de antes. Y es que estamos ante un certamen que tiene como una seña de identidad la cercanía.
De paso, el Festival sirvió para enseñar una ciudad que sorprende por su inversión e inmersión cultural. El comentario entre la prensa especializada y entre los numerosos turistas que visitaron esos días la ciudad –recién abierta después de la pandemia- era unánime: Málaga se ha convertido en un foco de cultura. Y el Festival es solo un escaparate de este foco.
Hablemos de cine
En cuanto al cine propiamente dicho, Málaga se ha caracterizado hasta ahora por servir de palestra a cineastas jóvenes. Y, sobre todo, mujeres. Muchos críticos descubrimos en Málaga a Carla Simón, Pilar Palomero o a Carlos Marqués-Marcet.
En esta ocasión, sin embargo, el gran ganador del Festival fue un veterano director con un fuerte sello autorial. Agustín Villaronga ganó con El vientre del mar nada más y nada menos que 6 biznagas. La película, con un estilo a caballo entre el teatro y el cine, adapta un texto de Alessandro Barico y cuenta el naufragio de una fragata francesa en las costas de Senegal. Es cine para cinéfilos, contemplativo, lento, magníficamente fotografiado y de lectura compleja pues Villaronga aprovecha el pasado para reflexionar sobre el presente y, en concreto, sobre la realidad de la inmigración y de aquellos para los que el mar es, a la vez, esperanza y cementerio.
La película de Villaronga se llevó casi todos los premios importantes (película, director, guion, actor, fotografía y música) y dejó las migajas para Destello bravío, una extraña propuesta que recorre las frustraciones de un grupo de mujeres maduras en un pueblo de la España más rancia y tosca y que se llevó el premio para el mejor montaje y para Ama, un duro drama sobre la maternidad contado desde las entrañas de una mujer a la que la vida le ha dado por todas las esquinas. La debutante Tamara Casellas consiguió una merecida Biznaga por su interpretación.
Y de espectáculo
Aunque no se llevaran premios, el Festival sirvió para ver en primicia algunos títulos que llevan meses sonando. Por ejemplo, Operación Camarón, una comedia retrasada por el covid y que, sin ser notable, tiene todas las papeletas para convertirse en un éxito en taquilla. La película cuenta la hilarante operación policial orquestada para atrapar a un poderoso narcotraficante aprovechando que uno de los policías más torpes del cuerpo sabe tocar el piano. Julián López es un cómico absolutamente eficaz y Natalia de Molina demuestra que es una actriz que puede con lo que le echen y aquí borda su personaje de hermana borde y poligonera. No es cine de cinco estrellas, ni una comedia sofisticada, pero es que tampoco pretende serlo. Y en eso reside parte de su encanto.
Otra de las películas esperadas que se estrenó en este certamen de Málaga fue Live is life, del gallego Dani de la Torre. Con un guión de Albert Espinosa (Pulseras rojas), la película ahonda en la estela de Cuenta conmigo o Héroes. La historia es simple –la de una pandilla de amigos adolescentes en la Galicia de los años 80- y le sirve al director para tirar de nostalgia y referencias que harán las delicias de los que fueron niños en aquella época: desde el temazo de Opus hasta los botellones con botellines de coca cola en la piscina. Es cierto que esperábamos más y que la cinta se alarga en exceso, pero hay que agradecerle la honesta reflexión sobre algunos temas que tocan el corazón de cualquier espectador: desde la amistad hasta la muerte pasando por la enfermedad o la soledad.
Menos positivas fueron dos apuestas, sin embargo, interesantes: Lucas, la película de Alex Angulo, una oscura e incómoda historia sobre la pedofilia que ganó la sección Zonazine y Con quién viajas un thriller intrigante rodado en un solo escenario: el blablacar que comparten un grupo de viajeros.
Estos títulos son solo un ejemplo de la aspiración del Festival de convertirse en un escaparate de autores, tendencias y géneros diferentes. Y de, una vez superado el coronavirus, volver a ser el lugar de reunión y celebración de todos aquellos que hacen cine en España. La 25 edición será sin duda una auténtica fiesta y homenaje. Es un festival y una ciudad que lo merecen.
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