El agua caliente caía con un sonido agradable a los oídos. El vapor inundaba el cuarto de baño, arremolinándose y retorciéndose como un nido de serpientes albinas, empapando las paredes de azulejos y volviendo opaco el espejo redondo que colgaba sobre el lavabo.
Lucía tarareaba en el plato de ducha. Tenía los ojos cerrados bajo la cascada de agua y las manos enredadas en su larga y oscura melena, que masajeaba. Hacía rato que tenía el pelo más que limpio, pero la joven alargaba el disfrute de aquel momento de sosiego.
Estaba tan ensimismada en aquella burbuja de calma, que no oyó abrirse la puerta del baño. La densa niebla que recubría el espejo impidió el reflejo del intruso. El rumor de la ducha acalló su pesada respiración mientras se deslizaba sigilosamente hacia Lucía.
De pronto, la chica profirió un desgarrado grito de dolor y su cuerpo chocó contra la pared, mientras un cuchillo entraba y salía de su cuerpo con parsimonia. El vapor se dispersó, como asustado ante la violenta escena, para arremolinarse en otra parte.
El agua siguió fluyendo, constante, hacia el desagüe mientras iba tornándose roja.
***
Lucía se despertó con un grito ahogado y con una de sus manos aferrada con angustia a la garganta. Tardó cerca de dos minutos en calmar el ritmo de su respiración, y cinco para que el miedo se fuera de sus ojos. Estaba viva e ilesa, bajo un mar de espuma con olor a sales de baño. Comprendió que se había quedado dormida.
Aunque la pesadilla le había parecido muy real, no dejaba de ser absurda. Para empezar, aquel cuarto de baño no tenía plato de ducha. Además, antes de abrir los grifos se había asegurado de que todas las puertas y ventanas de la casa se encontraban cerradas a cal y canto. Nadie podía haber entrado a su casa. Estaba a salvo.
Desde hacía una semana aquellos sueños se le repetían constantemente. Cuando menos lo esperaba, un hombre sin rostro se presentaba para asesinarla sin piedad. Y se despertaba con el corazón a punto de reventar tras haber sido apuñalada, disparada o incluso quemada viva.
Nunca antes había pasado tanto miedo. De hecho, nunca le había temido a nada. Pero tras haber traicionado a una banda de narcotraficantes, notaba el peligro como un furioso espíritu que le rondaba, aunque no alcanzara a verlo.
Lo hizo por salvarse después de haber servido en la banda como una más. En cuando supo que la policía les pisaba los talones, decidió acusar a sus compañeros de todo tipo de fechorías, bajo la fachada de convertirse en un testigo protegido. Todos fueron encarcelados, a excepción de ella.
Lucía era consciente de que sus compañeros conocían la identidad del traidor. Y también de que no se iban a quedar de brazos cruzados. De ahí el terror de las últimas semanas. Al principio creyó que podría salirse con la suya, pero había sido demasiado ingenua; un cambio de domicilio no era suficiente para borrar un rastro. Si quería escapar de ellos, debía entregarse, confesar sus delitos y acabar en la cárcel, donde sus posibilidades de morir por venganza eran reducidas.
Salió de la bañera, se secó y se vistió con lo primero que encontró en el armario. De seguido se puso un abrigo y tomó el paraguas. Era una lluviosa tarde de viernes, y las calles se encontraban desiertas.
Abrió el paraguas. Estaba tan nerviosa que se encendió un cigarrillo antes de echar a andar. Podría haber cogido un taxi, pero consideró que el taxista no le dejaría fumar en el coche.
La ciudad bajo el diluvio parecía monocromática: una aglomeración de edificios y calles grises. No vio un alma, a excepción de algún coche que levantaba el agua de los charcos al pasar. Al final de la avenida se encontró con un transeúnte embozado en un abrigo negro, sin paraguas, que avanzaba en dirección contraria. Lucía tenía la cabeza en su declaración de culpabilidad, y apenas le prestó atención. Pero aquel tipo se detuvo a hablarle. Su voz profunda la sacó del ensimismamiento:
─Disculpe, señorita, ¿tiene fuego?
Ella tardó un par de segundos en reaccionar.
─Sí, claro… ─. Abrió el bolso.
Cuando sus dedos se cerraron en torno al encendedor, notó una leve presión en el pecho. Indignada, levantó la vista, dispuesta a soltarle un bofetón al desconocido por su atrevimiento. Pero se le cortó la respiración al ver que lo que le oprimía era la boca de una pistola.
El cigarrillo, ya casi consumido, escapó de sus labios y cayó sobre la acera mojada, apagándose al instante. Lucía miró al hombre. Aunque solo pudo verle los ojos, reconoció su mirada acerada, la misma con la que había soñado repetidamente.
─Muerte a los traidores ─susurró el tipo antes de apretar el gatillo.
Disparó a quemarropa. La bala perforó el pecho de Lucía y le atravesó el corazón. Cayó al suelo el paraguas y, al instante, su dueña. Lucía, de rodillas, boqueó como pez fuera del agua. Llovía con constancia mientras las baldosas mojadas iban tornándose rojas.
Roberto Iannucci
Ganador de la XIII edición de Excelencia Literaria
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