La vida de Marta era aparentemente normal. A ojos de sus padres, de sus amigas y de sus profesores, no había nada de extraño en su rutina. Marta ocultaba su secreto entre horas escolares, deberes y cenas en familia. Lo ocultaba entre risas con sus compañeros y entre juegos con sus hermanos. Lo ocultaba siempre, menos cuando estaba sola. De hecho, su secreto era que nunca estaba sola, pero era únicamente en la tranquilidad de su habitación cuando se encontraba con Ángel.
Si se lo preguntaran, Marta no sabría identificar el momento en el que Ángel empezó a estar presente en su vida. Ella había llegado a pensar que, incluso, la acompañó durante los nueve meses que estuvo en el vientre de su madre. Ambos iban de la mano, les gustara o no. Por otro lado, Ángel siempre la esperaba en casa con los brazos abiertos. Todo hubiera sido perfecto si no fuera porque Ángel, al parecer, era invisible para todos los demás.
– ¿Cómo sé que eres real? -le interrogó Marta un día.
– ¿Qué pregunta es esa? -contesto ofendido.
-Si solo yo puedo verte, escucharte y hablar contigo… ¿cómo puedo saber que no eres producto de mi imaginación? ¿Cómo puedo saber que no estoy loca?
– ¿Y qué más da eso? Somos amigos, ¿no?
Marta levantó la mirada y asintió tímidamente.
-Entonces, deja de hacerte tantas preguntas. No estás loca, ¿vale?… Soy tan real como tú, aunque los demás no puedan verme -le dijo convencido de sí mismo.
Marta lo conocía lo suficiente como para haber advertido que sus dudas le habían dolido. Por ese motivo, desde entonces no volvió a sacar el tema nunca más, aunque no fuera la última vez que se cuestionó la existencia de su amigo.
Sus padres la habían escuchado hablando «sola» por detrás de la puerta de su habitación. Sus hermanos también, y se habían burlado de ella. Pero aunque hubiera días en los que la invadía la duda, había otros en los que los gestos de Ángel le hacían darse cuenta de la suerte que tenía al contar con él. Siempre que lo necesitaba, venía junto a ella, dispuesto a darle un consejo, un abrazo o un empujón para seguir adelante. También cuando llegaba a casa asustada, enfadada o indefensa por cualquier motivo, Ángel la recogía y la animaba a recomponerse. Pero su amigo también se le enfrentaba cuando Marta se equivocaba: le ponía la verdad encima de la mesa y le hacía ver cuál era el camino a seguir.
Aquella parecía la amistad ideal. Al menos, así lo fue hasta el día en el que Marta cumplió dieciocho años. Sin que ella pudiera explicar qué le llevó a actuar de aquella forma, en cuanto entró en su cuarto y se encontró con que Ángel la esperaba con una sonrisa y un regalo de cumpleaños, Marta le dijo tajante:
-No tendrías que haberte molestado. Además, vengo a decirte que ya no te necesito. No quiero jugar más a los fantasmas.
La sonrisa de Ángel no se desvaneció. En su mirada se leía un «sabía que este día iba a llegar». Entonces, sin mediar palabra, chasqueó los dedos y desapareció.
Aquella noche Marta salió a divertirse con sus amigos, pero la realidad fue mucho más dura, pues una pelea derivó en una madrugada catastrófica. De hecho, volvió a su casa arrastrando una gran decepción que creció en cuanto abrió la puerta de su habitación para descubrir que su amigo se había esfumado. En su lugar, había una nota sobre la cama:
«Aún no sabes que me necesitas. Volveré en cuanto te des cuenta.»
Esa misma noche Ángel regresó, dispuesto a enjugar las lágrimas de un alma con mucho por vivir. Marta concluyó que era una afortunada por contar con aquel espíritu, el mejor de los ángeles de la guarda.
Ana Santamaría
Ganadora de la XIII edición
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