Nuestra especie navega en una embarcación de casco quebradizo. La sobrepoblación, la pobreza extendida por numerosos países y la escasez de medicamentos nos van carcomiendo poco a poco. Y hay otros problemas, menos visibles, que amenazan con destruirnos por completo. Me refiero al aumento de las temperaturas s, que conlleva el derretimiento de los casquetes polares, con el consiguiente aumento del nivel del mar y el recorte del espacio habitable, el acceso al agua potable y a la producción de alimentos, por no hablar de la destrucción de los ecosistemas. Hoy por hoy, los productos de deshecho de nuestra civilización, principalmente aquellos en forma de gases de efecto invernadero y de contaminación ambiental, matan a miles de personas cada año.
Estos problemas tienen difícil arreglo, y ninguna de las propuestas ofrecidas para solucionarlos sería aséptica para nuestro estilo de vida. Además, el último informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático, publicado en agosto de 2021, explica que asuntos como la desertificación, las subidas en el nivel del mar y el aumento en número e intensidad de los fenómenos catastróficos debidos al cambio climático, son inevitables. Llevamos demasiado tiempo causando estragos a nuestra propia casa, y la cuenta que por ello tendremos que pagar, será grande, aunque dejemos de causarlos. Existe, no obstante, una forma de eludir –hasta cierto punto– las consecuencias.
La Historia ha demostrado muchas veces que la exploración y colonización de nuevos territorios trae consigo, además de grandes gastos, enormes beneficios para los exploradores. El descubrimiento de América, por ejemplo, dotó de riqueza y conocimiento a lo que en poco tiempo se convirtió en el Reino de España. Fue un acontecimiento tan importante, que puso punto final a la Edad Media. Se establecieron rutas entre Europa y el Nuevo Mundo, tecnologías para transportar y procesar los recursos extraídos del continente americano, mucha población viajó desde la Península Ibérica para colonizar, trabajar y hacer florecer aquel espacio indómito.
Estamos dando los primeros pasos para conseguir una hazaña mucho mayor que aquella. Un primer capítulo consiste en enviar una tripulación a Marte y traerla de vuelta. Muchas empresas tienen los ojos puestos en el planeta rojo. SpaceX, insignia de Elon Musk, es el ejemplo más conocido de esta “fiebre marciana”, pero no es la única (Blue Origins, Boeing, Lockheed Martin, etc.). Los progresos tecnológicos en la generación de energías renovables y de gestión de datos, paliará algunos de los problemas que azotan la Tierra.
La colonización de Marte podría mitigar la sobrepoblación que nos acucia. Si la cantidad física de espacio habitable aumenta, el estrés ambiental, económico y sociopolítico provocado en la Tierra por el número de habitantes, se reduce proporcionalmente. Por supuesto, tanto la colonización como la hipotética terraformación marciana son una meta a medio-largo plazo, pero conllevará beneficios que difícilmente podemos rechazar.
Convertir nuestra especie en multiplanetaria, nos daría una póliza de seguro, pues si la especie humana vive confinada en un solo planeta nos arriesgamos a que cualquier fenómeno –seamos o no responsables de él–, como un asteroide o una pandemia, acabe con la vida. En cambio, al expandirnos y vivir en dos o más mundos (las lunas de Júpiter no están tan lejos como parecen), desaparecen las posibilidades de que nuestra especie se extinga.
Es innegable que colonizar otro mundo es duro, costoso e incómodo, por no hablar de los enormes sacrificios personales que nuestros hipotéticos colonos interplanetarios tendrán que hacer. No obstante, debemos valorar los beneficios que esta odisea traerán a nuestra sociedad, ya sean científicos, económicos o sociales, pues compensarán estos inconvenientes. Si llevamos a cabo la tarea de la forma correcta, si realmente existe la voluntad política y económica de hacerlo, ayudaremos a salvar la Tierra y a la humanidad.
Álvaro de Rábago. Ganador de la XVII edición www.excelencialiteraria.com
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