Ya no hay rencor en su mirada, ya no hay tristeza en sus ojos. Las resignación se ha desvanecido de su rostro dejando paso a la calma, que ahora parece querer abarcarlo todo. Sus párpados están cerrados y el tacto de su piel es pétreo y frío como témpano de hielo. Las manos apoyadas en cruz sobre su pecho parecen querer detener el tiempo y todavía son visibles la pequeña cicatriz de su mejilla y la cadena con el crucifijo que pende sobre su cuello.
Su expresión adormecida transmite serenidad y estabilidad y actúa como leve bálsamo ante la inquietud y el dolor que ahonda en los corazones de los presentes, que derraman lágrimas a la vez que dejan caer suspiros entrecortados. Y es que él, desde otra dimensión inexplicable, se observa a sí mismo recostado sobre el mullido terciopelo rojo que forra las paredes del ataúd donde yace.
<<La eternidad de cada segundo>>, piensa mientras se observa, como intentando memorizar cada una de sus facciones. Una amarga sonrisa se empieza a formar en las comisuras de sus labios al fijar su vista en el flequillo que adorna su frente. <<Cómo no>>, murmura, <<me tenían que dejar el flequillo peinado hasta en el día de mi entierro. Seguro que a la abuela no se le ha pasado por alto el detalle; le gustaba tanto… Me daba la sensación de que en vez de alegrarse de verme a mi, se alegraba de ver mi flequillo>>, sonríe al recordarla como la persona especial que era, envuelta en capas y abrigos de piel y portadora siempre de una cálida sonrisa. Ahora la ve junto a su abuelo, fiel soporte y apoyo reconfortante. Las lágrimas resbalan por su delicada piel y emiten destellos bajo la luz del sol que brilla en lo alto, como burlándose de la seriedad del día.
Posa su mirada en la primera fila de personas frente a su ataúd y por un momento no sabe reaccionar. Piensa en exclamar: <<Tranquilos, estoy bien>>, pero sabe que de nada servirá, así que se limita a mirar los rostros de las personas que más ha querido en los veinte años que ha vivido; sus padres y sus hermanos. Ahora lo entiende, son tantas las cosas que querría decirles en este momento que no sabe cómo expresarlas adecuadamente. Solo se le ocurre un <<lo siento>>.
<<Lo siento mamá, porque siempre te sentabas conmigo, me escuchabas, me aconsejabas, te reías de mis bromas y de mis chistes. Lo siento, papá, porque siempre has contado conmigo; más que un padre, has sido mi compañero; me entendías, nos entendíamos, y por todo esto lo siento. Me queda deciros que os quiero y que os echaré de menos. Recordad: siempre estaré presente entre vosotros>>. Como si sus padres, allí sentados en primera fila, le hubiesen oído, una ligera brisa viene a refrescarles, por un momento, el ardor de sus adentros.
El entierro ha llegado a su fin. Cuando el cementerio se encuentra vacío, los pétalos de rosa esparcidos por el viento y los árboles meciéndose suavemente, como representando un último baile de despedida a su cuerpo, que se halla ya bajo la tierra, su alma joven observa la puesta de sol y la belleza del mundo por última vez. No está angustiado, ni preocupado, ni siquiera triste. Muy al contrario, espera ansioso la llamada y el paso a la felicidad eterna. Cuando el último rayo de sol se oculta tras las montañas, sabe que por fin su hora ha llegado.
Aferra la mano que se le tiende y mientras la luz eterna le engulle, llora de dicha. <<Descansa en paz>>, se dice a sí mismo. Por fin el vacío se ha llenado, porque ha encontrado aquello que andaba buscando con tanto afán.
Beatriz Silva
Ganadora de la XII Edición de Excelencia Literaria
www.excelencialiteraria.com
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