El reloj de pared de la sala de estar marcó la una de la madrugada, pero Arturo no se movió del sillón. Sabía que aquella noche no iba a pegar ojo. Nunca conseguía conciliar el sueño cuando uno de sus hijos abandonaba el nido. Además, aquella vez sentía su casa vacía en extremo.
Por la mañana su cuarta y última hija, Celia, se había embarcado en un vuelo rumbo a Italia, donde iba a estudiar un grado de Derecho. Dejaba atrás a sus padres, que rozaban los sesenta años, y a su abuela paterna, a la que no le quedaba mucho para alcanzar los noventa. Como le había dicho Arturo en tono jocoso, abandonaba <<a tres viejos a su suerte>>.
De repente se oyeron unos golpes rápidos en la puerta de entrada. Tras el sobresalto inicial, Arturo aguzó el oído, para asegurarse de que no hubieran sido imaginaciones suyas. Pero unos segundos después volvieron a sonar, esta vez más fuertes e impacientes.
Intrigado y asustado a partes iguales, abandonó su sillón y envolviéndose en su batín como si de una armadura se tratara, se acercó a la entrada de la casa con pasos sigilosos. A su mente acudieron recuerdos de la infancia, cuando su madre le advertía de lo peligroso que era abrir la puerta a desconocidos.
Arturo puso un ojo en la mirilla para escrutar el exterior. Había un hombre de gran altura al que no veía la cara. Por tercera vez, los golpes volvieron a repetirse.
─¿Quién es? ─preguntó al fin con la voz más intimidante que pudo interpretar.
─Por favor, déjeme entrar ─le pidió el extraño en tono suplicante─. Me persiguen.
Escuchar a alguien tan joven pronunciando aquellas terribles palabras le despertó un sentimiento paternal. Así que abrió la puerta de inmediato, sin hacer más preguntas.
–Adelante.
El extraño pasó trastabillando al interior de la casa. Apestaba a una nauseabunda mezcla de hedores que hizo que Arturo se apartara de él tan pronto como cerró la puerta.
─Tranquilo, ya estás a salvo ─le aseguró, incómodo─. ¿Quién te persigue exactamente?
El joven no le prestó atención. Envuelto en las sombras del vestíbulo contempló con avidez la sala de estar, deteniéndose en los caros muebles que la adornaban. Respiraba pesadamente, como si acabara de echar una rápida carrera.
Entretanto, luces intermitentes de color azul se colaron por las ventanas de la calle y sirenas de la policía destrozaron en mil pedazos el silencio reinante. Varios coches patrulla desfilaron ante la casa de Arturo, que comprendió con horror quiénes eran los perseguidores del joven que acababa de esconder en su casa, al que miró con fijeza sintiendo el corazón en la garganta.
El extraño dio un par de pasos para dejarse ver a la luz. Tenía un aspecto desaliñado, con una barba descuidada y una mirada vacía fruto de la embriaguez. Su ropa, sus manos y su cara estaban manchadas de sangre, aunque no parecía tener ninguna herida. Entonces Arturo se percató de que iba armado con un puñal ensangrentado. Pero lo que de veras le asustó fueron sus ojos, que de forma amenazadora le observaban como un depredador a su presa.
─Vas a darme todo lo que tengas de valor o acabarás igual que el otro señorón ─le amenazó en un tono muy distinto a aquel con el que había suplicado que le dejase entrar─. Y olvídate de tretas, porque no dudaré en matarte aquí mismo.
Arturo sopesó las opciones que tenía. No podría coger el teléfono ni gritar, puesto que antes de que llegara la ayuda ya estaría más que muerto. Tampoco estaba seguro de que, en el caso de poder agarrar uno de los cuchillos de la cocina, fuera capaz de apuñalar al intruso, dado el violento temblor que sufría en aquellos momentos. Justo entonces volvió a su mente lo que le había dicho a su hija Celia en el aeropuerto: en aquella casa solo quedaban tres viejos abandonados a su suerte. Así que, como no tenían ninguna posibilidad contra un hombre ebrio, violento y con un arma en su poder, en apenas un par de segundos resolvió que era preferible perder todos los objetos valiosos antes de que su esposa, su madre o él fueran apuñalados.
─Voy a por la caja fuerte ─balbuceó─. Está en el despacho.
El joven asintió y le siguió por el pasillo. Arturo percibía el hedor a alcohol, sudor y sangre como un amenazante espíritu a sus espaldas. Al pasar frente a uno de los dormitorios, le dio un vuelco el corazón.
─Por favor, no hagas ruido ─le rogó en susurros─. Mi pobre madre está mayor y no quiero que se asuste.
El atracador no contestó, pero se mantuvo callado y apenas dirigió una mirada despreocupada a la puerta cerrada del cuarto. Ambos continuaron caminando en silencio hasta el despacho.
Arturo apretó un interruptor, y la habitación quedó bañada de una cálida luz amarilla. Para no impacientar al criminal abrió el armario, mostrándole una gran caja fuerte de color negro. Se apresuró a sacar la llave de un pequeño cajón del escritorio. Al abrirla mostró como en su interior había documentos, un par de fajos de billetes y, sobre todo, joyas. Eran las alhajas que su mujer había recibido por herencia familiar: collares de perlas, pulseras con piedras preciosas, anillos de oro macizo… que despertaron inmediatamente la codicia del atracador, que no tardó en abalanzarse sobre ellas.
Arturo se apartó de él, rezando para que fueran suficientes y no le exigiera nada más. Pero su hilo de pensamientos se deshizo cuando vio que una figura fantasmagórica caminaba en dirección a ellos. Tenía los brazos esqueléticos y pálidos, y llevaba un vestido blanco y vaporoso que le llegaba hasta los tobillos. Su pelo, también blanco, era muy corto y en una de sus manos portaba el bastón que fuera del padre de Arturo, una excentricidad de ébano y empuñadura de marfil.
Inmóvil, no pudo ni siquiera gritar de lo asustado que estaba. Por su parte, el ladrón llenaba una mochila con el contenido de la caja fuerte ajeno a lo que ocurría a sus espaldas.
El fantasma siguió avanzando hasta que la luz del despacho lo alcanzó. Entonces Arturo pudo reconocer a su señora madre, que alzó el bastón y lo descargó con todas sus fuerzas sobre la cabeza del atracador, que cayó al suelo sin sentido.
─Arturo, hijo mío, ¿cuántas veces te he dicho que nunca abras la puerta a desconocidos?
Roberto Iannucci, Ganador de la XIII edición
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