Entrar en una estación de metro tras una noche de tormenta, es como adentrarte en la selva amazónica. La mezcla de calor y humedad se adueñan de mí, que he salido de casa con abrigo, jersey y bufanda de lana, propios de una mañana de invierno. Pero cuando entro en el Madrid subterráneo, aunque arranque a sudar como si hubiera recién finaliado una maratón, no me quito una sola capa de ropa.
¿Por qué será que nos resistimos a cargar en brazos con el abrigo? Quizá por lo incomodo de correr escaleras abajo cuando escuchas que el tren está entrando en la estación y todavía no has llegado al andén. Al final todos notamos que la temperatura se ha doblado respecto a la entrada de la estación, y el aire caliente y rancio nos golpea de lleno en la cara.
Justo en el momento en el que llego al andén, aparece el tren. Pero no solo el que me dispongo a coger, sino también el que va en sentido contrario. Y cuando al fin paso al interior del vagón que se para ante mis narices, el chico que está sentado frente a mí hace un gesto de despedida, con cierta pena, con la sonrisa rota y los ojos medio llorosos. Imagino que se está despidiendo de su novia, a la que quizá no vuelva a ver en mucho tiempo. Quién sabe.
¡Qué romántico y qué triste a la vez!
He tenido la suerte de poder sentarme, ya que no mucha gente viaja en metro los sábados por la mañana, que son para superar la resaca o para estar en familia, descansando en casa. Ahora viajo ajena al resto del mundo. Que los pasajeros de mi alrededor no noten que los observo me hace pensar que es como si estuviera en el cine. Solo que, en este caso, no hay trama ni diálogo, solo improvisación. Darse cuenta de lo que uno tiene al lado suele ser difícil porque vamos centrados en nuestros asuntos, en nuestras conversaciones de WhatsApp o en la música que escuchamos a través de los auriculares. O ni siquiera eso… Estamos en Babia o en la luna de Valencia.
Los rostros fugaces se suceden al ritmo de las estaciones, gente que entra o sale de este o aquel vagón. Dos niños llaman mi atención. Están mirando por la ventana, a pesar de que lo único que se ve es la oscuridad del intestino grueso de la ciudad. Y se ríen. Puede que su imaginación les haga verse en las tripas un monstruo, igual que me pasaba a mí a su edad. Un seis de enero, hace unos quince años, incluso llegué a ver a los Reyes Magos.
De repente, entre la negrura advierto una ráfaga de luz. Por un momento me he transportado al metro de Londres. Me levanto para ponerme junto a la puerta para ver mejor. Apenas son cinco segundos los que tarda el tren en atravesar esa estación fantasma de paredes de azulejo en blanco y verde. No me da tiempo a fijarme en los detalles ni sacar el móvil para hacer una foto. De todas maneras, no habría servido de nada, pues solo aparecería mi reflejo en el cristal.
En cuanto me vuelvo a sentar, un señor a mi derecha se dirige a mí para explicarme, amablemente, que se trata de la estación abandonada de Chamberí: tres de ellas estaban demasiado juntas, y esta se abandonó. ¿Cómo iba a saberlo una provinciana como yo, que apenas lleva año y medio en la capital? Ese hombre debe pensar que la juventud no tenemos idea de nada. En mi opinión, lo que le hace falta al Museo Anden 0 es una buena red publicitaria.
Cuando te bajas del metro, la situación cambia radicalmente. Pasas de un ambiente cargado y más o menos silencioso, a uno en plena ebullición. En las paradas la gente recuerda la prisa que tiene y echa a correr escaleras arriba.
Salgo a la calle y, menos mal, ya no hace calor.
Clara González Ganadora de la XII edición Excelencia Literaria www.excelencialiteraria.com
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