Le llamaban «el viajero incansable», por todas las veces que había cruzado el mundo en sus ocho décadas de vida. Eran tantas, que hacía tiempo había perdido la cuenta.
En sus periplos se transportaba en barco, sobre raíles o a lomos de fuertes mamíferos. Podía comunicarse en una veintena de idiomas, así como identificar un centenar de vestidos tradicionales. Además, conocía de memoria canciones populares de las más recónditas comunidades. También dominaba numerosas artes, y era un experto culinario de atrevido paladar.
El viajero era capaz de distinguir cada especie animal y vegetal, incluso aquellas que habitan las cuevas más profundas, los más anchurosos ríos y los volcanes durmientes. A fuerza de necesidad había aprendido a guiarse de noche con las estrellas, a encender fuego y construir una balsa con los recursos que proporciona la naturaleza.
Ni ascender catorce ochomiles ni cruzar el desierto de Arabia… no existía desafío que se le resistiese. Cuando se le presentó la oportunidad, no dudó en bucear en las aguas del Ártico como un oso polar –aunque aquello le costó un par de dedos del pie izquierdo–. Hacía solo unas semanas, había vuelto de cruzar a nado el estrecho de Gibraltar.
Sus trayectos le formaban en valores y disciplinas mejor que cualquier escuela. Las horas de espera en las estaciones ferroviarias le descubrían los límites de la paciencia. Durante sus caminatas por la selva aprendía a levantarse de cada tropiezo y a curarse las heridas, físicas y mentales. Lo mismo que a los climas extremos, había aprendido a adaptarse a los horarios, dietas, costumbres e ideologías que colorean el mundo. Pero, sobre todo, había interiorizado la ventaja de reconocerse ignorante o perdido, y desechar el miedo a pedir ayuda.
En su corazón atesoraba las experiencias vividas: como aquella vez que surcó el mar a bordo de un ballenero, en busca de un monstruoso cachalote blanco; o cuando escapó de las garras de los servicios secretos en la URSS, refugiándose en ingeniosos escondites. Recordaba con emoción los combates contra leones y gladiadores, y cómo había sacrificado su libertad en honor del rey Ricardo.
El viajero tenía ahora el pelo blanco y las articulaciones se le resentían, pero aún le quedaban muchos kilómetros por recorrer. Así que se levantó del sofá y, con pasos lentos, se acercó a examinar la estantería que tenía junto a la ventana, para escoger un nuevo libro, viejo y de tapa dura, que le iba a permitir aventurarse en el último periplo de su letrada existencia.
María Pardo Solano. Ganadora de la XIV edición www.excelencialiteraria.com
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