Se llama Flora y trabaja en una floristería. Parece irónico. Aunque puede que alguien, ella no recuerda quién, empezara a llamarla así poco después de conseguir el trabajo, como una broma que, con el paso de las décadas, se transforma en realidad. Tal vez la escogieran a ella para ese puesto precisamente por su nombre. O puede que fuera pura coincidencia.
Pero no os imaginéis una floristería de escaparates elegantes, arreglos florales en las paredes, un mostrador con todo tipo de utensilios para crear el ramo deseado… Lejos de esa realidad, el lugar de trabajo de Flora es un quiosco de puertas trasparentes que se abren hacia fuera, con una superficie de dos metros de profundidad y menos de cuatro de largo, ocupada casi exclusivamente por baldas en forma de escalera, donde se amontonan los jarrones y las macetas con plantas, así como un estrecho espacio, en una esquina, con una mesa y una silla, donde Flora pasa los días.
No me fue difícil entablar conversación con ella. La primera vez, me miró atentamente mientras yo me esforzaba en explicarle qué quería. Me preguntó de dónde era y al responderle, me devolvió el esfuerzo, repitiendo varias de las palabras en español de las que se acordaba. Mientras ella preparaba las flores, fui contestando a su interrogatorio: cuándo llegué a Rumanía, qué estudio, si me gusta Bucarest… Decidí devolverle el interés, y ella me contó que los niños que me sonreían desde las fotos eran sus nietos. Cuando el ramo estuvo listo, nos despedimos.
A partir de entonces pasé por aquella esquina casi todas las semanas, y poco a poco fui conociendo un poco mejor a Flora. Lo que más le preocupaba era su única hija, con la que nunca había tenido una relación estrecha, ya que había crecido con su padre.
<<Pasa mucho tiempo con sus amigos; siempre está hablando con ellos por teléfono, y a mí a penas me contesta cuando me intereso por sus cosas>>, me confesó. <<Se comporta como si tuviera diecinueve años, pero es madre de dos hijos pequeños. ¿Cuándo va a madurar?>>.
Yo chapurreaba -con mi todavía limitado conocimiento de su idioma- algunas palabras de consuelo y esperanza: todo va a mejorar, ya verá cómo ella cambia… Pero, sobre todo, la escuchaba, aunque cuando Flora cogía carrerilla yo perdía el hilo de lo que me estaba contando.
Aprendí a visitarla cuando yo no tenía prisa y podíamos hablar con calma. Aprendí cuáles eran las frases acertadas, cuáles las preguntas que le dolían.
Cuando llegaron mis vacaciones, me acerqué a despedirme de ella. Cogió una de las estampas con imágenes de santos ortodoxos que cubrían la mesa y la parte de la pared, y me la regaló, para que me protegieran. Prometí volver a saludarla en cuánto regresara al país.
Regresé unas semanas después. La primera vez que me acerqué a la floristería, la encontré cerrada. También la segunda y la tercera… En el último mes he vuelto, pero tras las puertas cerradas no haya flores, aunque las estampas siguen allí. También los nietos que sonríen desde las fotos. Curiosamente, cada vez que pasó por el quiosco no pienso tanto en Flora como en su hija, que nunca tenía tiempo para su madre, y elevo una oración para que mis palabras de consuelo se hayan hecho realidad.
Teresa Gómez, ganadora del Premio Excelencia Literaria.
Excelencia Literaria es un proyecto del escritor Miguel Aranguren que lleva desarrollando entre jóvenes de secundaria y bachillerato desde hace ya 13 años. Este objetivo no sólo busca futuros articulistas, ensayistas, articulistas de opinión, guionistas de cine etc. sino futuros creadores de la opinión pública asentados en la antropología cristiana, y futuros líderes intelectuales al servicio de las nuevas generaciones de la sociedad civil.
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