Se desperezó, subió la persiana y echó un vistazo al organizador de la pared: debía estudiar un par de temas para la oposición, desarrollar unos apartados de la unidad didáctica, hacer unos ejercicios y… lo que surgiera a lo largo del día. Después podría dedicar un tiempo a descansar. En tiempos de cuarentena los conciertos en directo a través de Instagram y las videollamadas con amigos y familiares, eran el mejor entretenimiento.
El café, las tostadas con tomate y aceite, asomarse a la ventana del salón para contemplar la calle vacía… formaban parte del inicio de aquella rutina improvisada desde mediados de marzo.
Por la tarde, hacia las seis y media, volvía a asomarse porque el ventanal le permitía ver al vecino de enfrente, que se sentaba en un balcón cerrado donde fumaba mientras degustaba alguna chuche. De vez en cuando levantaba la mirada y se encontraba con la de ella. Y se sonreían.
También coincidían a las ocho, momento de aplaudir a los sanitarios, gesto que se mezclaba con la música con la que algunos prerendían animar el barrio, y con las bocinas de los autobuses y las sirenas de las patrullas de policía.
Poco a poco fue apreciando el pelo oscuro de su vecino, los ojos claros, los tatuajes que le coloreaban los brazos y su sonrisa, que era diferente pues no mostraba los dientes. Ella desconocía su nombre, su edad, cualquier detalle más allá de lo que observaba desde la distancia. A veces se empeñaba en buscarle un nombre. Decidió que le venían bien Jordi u Oriol, típicos en aquella región. Como no le veía estudiar ni hacer deporte, pensó que era una persona menos inquieta que ella, pero reflexiva. Se sentía presa de la curiosidad.
Un día tuvo ganas de preguntarle su nombre. Pensó que lo justo era empezar por decirle el suyo, de manera que conectó el altavoz al móvil y pulsó la canción “Noelia”, de Nino Bravo. Cuando llegó el estribillo, él le hizo el gesto de que había entendido la intención de la muchacha. Riéndose, le dedicó un aplauso un tanto arrítmico. Mientras, los edificios de la avenida Meridiana no parecieron extrañarse de aquella música: el confinamiento obligado había llenado las horas de canciones, películas proyectadas de fachada a fachada, arcoíris pintados en las ventanas… Se aceptaba todo aquello que hiciera más ameno el largo encierro.
Una noche de luna rosa sus miradas coincidieron una vez más. Abajo la calle estaba vacía, sin vehículos en circulación. A Noelia le vino al recuerdo una fotografía de la Tierra tomada desde Saturno por la nave Cassini, en la que el globo terráqueo destaca por ser punto más luminoso del sistema de planetas y asteroides, junto al que, abajo a su izquierda, está la luna.
Sabía que, más tarde o más temprano, aquella cuarentena acabaría y cada cual volvería a las ocupaciones de su vida anterior. Ella seguiría preparando sus oposiciones a maestra de educación infantil, quedaría con sus amigas y con su familia, leería novelas románticas y escondería en un pequeño cajón una historia que ansiaba publicar en cuanto finalizara el último capítulo. Si en otros textos sabía cómo iban a ser el nudo y desenlace apenas trazar la primera frase, con este no había sido capaz.
Cuando había perdido la cuenta de las semanas que llevaba encerrada en casa, las noticias comenzaron a cambiar: la curva de infecciones estaba descendiendo y el Gobierno relajó las medidas del Estado de Alarma. Entonces la rutina pasó a tomar otro sentido.
Noelia decidió hacer una lista de tareas pendientes, desde hacerse un tatuaje a merendar tortitas en su cafetería favorita. Sin embargo, lo que más ansiaba era conocer al vecino de enfrente, comprobar si ella y él podrían ser dos piezas que encajaran.
«Tratar de conocerle se le antojaba una locura, pero si la situación por la que estaba pasando el mundo también lo era, ¿no había llegado el momento de aceptar una idea descabellada?»
Calculó cuál podía ser el piso donde vivía, partiendo de que ambos edificios eran de la misma altura. Se apostó a sí misma que se trataba de la cuarta puerta de un quinto piso. Tratar de conocerle se le antojaba una locura, pero si la situación por la que estaba pasando el mundo también lo era, ¿no había llegado el momento de aceptar una idea descabellada?
Se abrieron bares y terrazas, se autorizó el baño en las playas, los cines volvieron a proyectar largometrajes y, por fin, volvieron los almuerzos familiares de los domingos. Entonces decidió que a todo ello iba a sumar su reto: cruzar la avenida y tocar algunos timbres, hasta dar con él.
Atravesó la calle atenazada por un miedo absurdo mezclado con alegría y motivación. Alcanzó el portal y se plantó ante el cuadro de telefonillos. A las primeras tentativas contestaron personas mayores o niños, a quienes no supo cómo justificar que estuviera llamando a su puerta. Entonces cayó en la cuenta de que no conocía su voz; no iba a ser capaz de reconocerle, y menos con la distorsión de aquel aparato.
Cuando estaba a punto de desistir, se abrió la puerta del portal desde dentro. Era él. Se quedó paralizada.
Casi sin pensar, le dijo:
–Soy la chica de enfrente… ¿Por qué no nos vamos a bailar?
Él la miró sorprendido, sonrió y asintió con la cabeza. Era la propuesta más atrevida, original y sincera que le habían hecho nunca. Entre miedos, datos estadísticos, aplausos, esperanzas e incertidumbre dos personas acababan de incumplir la prohibición de hablar con desconocidos.
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