Relato breve por Belén Ternero
En el barrio lo conocían como «Manuel el vagabundo». Unos decían que era un ludópata al que se le había acabado la suerte. Otros tantos que, simplemente, era un vago. Dormía en el mismo banco todas las noches, y de día merodeaba alrededor del parque con la mirada perdida en el cielo. Era muy fácil seguir su rastro, pues allí por dónde pasaba dejaba un olor desagradable.
No pedía limosna ni los domingos en la puerta de la parroquia ni los martes en el mercado. A veces lo habían visto rebuscando en los contenedores, aunque lo más común era verle dar migas de pan a las palomas del parque. De hecho, Manuel era muy diferente al resto de indigentes que habitaban en esa zona.
Con el paso de los años, aquel hombre se había convertido en un misterio para el barrio. Se rumoreaba que hablaba solo cuando caminaba, como si entablara una conversación con alguien invisible. También se decía que era el hijo desheredado de un aristócrata que había tenido un romance prohibido, que no tuvo un buen final.
Pero la verdad es que Manuel no era ni lo uno ni lo otro. Sus padres habían sido personas humildes y corrientes, no los patriarcas de una casa prestigiosa. Tampoco era un ludópata ni un vago. Ni siquiera se llamaba Manuel, sino Juan. Lo único en lo que la gente del barrio acertó es en que había tenido muy mala suerte.
Él era un artista, un alma sensible amante de la Literatura y la Filología. Se conocía al dedillo las obras de Cervantes y Quevedo. Era capaz de recitar infinidad de poemas sin titubear, desde Béquer hasta Campoamor. Antes de dormir en el señalado banco, tuvo un pequeño estudio donde creaba sus obras de arte, no solo cuadros que no desentonarían en una galería, sino también novelas, historias de personajes que nunca antes habían podido contar su realidad: madres solteras, niños tartamudos y hombres que lo arriesgarían todo por amor. Porque a Juan le habría gustado estudiar Bellas Artes, pero se lo negó el destino.
No tuvo oportunidades y por ello terminó así, como “Manuel el vagabundo”, lo que no le molesta; solamente le entristece. Y no por su situación, sino por todas las historias de personas que sufren y que no puede escribir porque no puede permitirse comprar un bolígrafo y un cuaderno si quiera. También porque nadie cree que la narrativa de un vaganbundo merezca ser leída. Y eso es terrible, porque la existencia de «Juan el amante del arte» nunca será reconocida. Se tiene que conformar con ser «Manuel el vagabundo», para que los vecinos puedan seguir comentando que se trata de un ludópata del clase alta venido a nada.
Belén Ternero Ganadora de la XV edición ww.excelencialiteraria.com
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