Don Ricardo se peinó sus cuatro pelos y observó en el espejo su aspecto cansado. Con esas ojeras recordaba a un panda vestido de traje de chaqueta. A sus cuarenta y ocho años parecía mayor: el estrés le había pasado factura.
Don Ricardo se ajustó la corbata, se puso el Rolex, salió de la habitación del Hotel Four Seasons de Nueva York, se despidió del conserje y subió a una limusina. Eran las ocho y cuarto de la mañana.
Don Ricardo observó por la ventanilla el cielo gris de la ciudad. Era el subdirector de una empresa de tecnología móvil que estaba revolucionando el negocio informático. Sabía que se encontraba en la cima de su vida laboral.
-¿Puedes poner la radio, John? –le solicitó al chofer, pero éste ni se inmutó-. La radio, por favor -insistió.
-Hoy no hay radio para ti -le respondió el chófer con malos modos.
Los pestillos de las puertas se cerraron automáticamente y el chofer aceleró. Don Ricardo se agarró al asiento y dirigió los ojos al espejo retrovisor, para ver la cara del conductor. ¡No era John! De hecho, no sabía quién era aquel hombre al que nunca antes le había visto.
Don Ricardo sacó el móvil y pulsó el número de emergencia, intentando que no se le notara.
-Yo que tú cortaría la llamada -le espetó el impostor.
Reinó el silencio hasta que el conductor aparcó en un descampado, apuntó a don Ricardo con una pistola y le exigió que telefoneara a su asesor fiscal, para que ingresara veinte millones de dólares en una cuenta corriente.
-No puedo- confesó el subdirector.
-¿Cómo qué no?
-No puedo; no me siento capaz…-repitió Ricardo.
-Pero … ¡Serás rata! –exclamó el atracador.
-Tienes razón; soy un poco agarrado -reconoció don Ricardo.
-Te estoy apuntando. Vas a morir. ¿Lo comprendes?…
-Antes desprenderme de la vida que del dinero –afirmó el empresario.
-Estás más loco que yo.
-Mátame si quieres, pero no voy a darte ni un centavo -insistió don Ricardo.
Sebastián Sparkel no salía de su asombro. Pensaba que lo más difícil del plan iba a ser abordar al chofer cuando estuviera fumando en la puerta del Four Seasons, amordazarlo y encerrarlo en el garaje. No contó con que don Ricardo no iba a abrir el monedero ni a punta de pistola. Entonces recordó por qué estaba allí: su familia le necesitaba. Las cosas pintaban mal.
-¡Cretino!… Me despidieron el mes pasado de la empresa donde llevaba treinta y cinco años trabajando. Y sin indemnización -habló Sebastian Sparkel-. Malditos de Herbert…
-Así que empresa Herbert… –murmuró don Ricardo.
-¿Te suena?… Me despidieron porque alguien defraudó a la compañía. Fuiste tú. Esos veinte millones que te llevaste eran para pagar los sueldos de los empleados que hemos caído por tú culpa, ladrón.
-Habló el atracador…
-Yo sólo soy un Robín Hood -contestó Sparkel.
-Por mí, como si eres Batman. No tienes pruebas para llevarme ante un tribunal -se jactó.
-Nos vendiste cinco mil ordenadores que no funcionaban. Lo sé porque fui yo quien los compró. Pero tienes razón; no hay pruebas que te incriminen personalmente.
Sparkel arrancó el coche y dejó a don Ricardo en la puerta del Four Seasons. El subdirector se preguntaba cómo era posible que siguiera con vida.
Irina Galera
Ganadora de la X Edición de Excelencia Literaria
www.excelencialiteraria.com
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