En la sutil línea que separa la realidad de la comunicación, el feminismo ha dejado de saber qué es lo que busca. Un día manda callar las opiniones heterodoxas por ser masculinas, y otro afirma que no por ser mujer se está más en lo cierto.
Lamenta la desunión de las féminas contra la universal y monolítica opresión patriarcal, pero recuerda que todo universalismo -por muy feminista que pretenda ser -en realidad es un relato que invisibiliza los particularismos minoristas a los que el feminismo ha venido a salvar.
En suma, el feminismo no sabe ya si es un poder o un contrapoder; una víctima o un futuro dictador; una rebelión política o una cuestión de ética cívica. Quiere imponerse, pero le ofende sentirse minoritario; no programa una ley moral universal, pero pretende apelar a las conciencias del mundo; se solidariza con todos los descartados, pero pretende que se hable sólo de lo suyo.
Y, a un tiempo, se escandaliza de no llegar a sus detractores. Estos, mientras tanto, se han puesto de acuerdo en lo que no entienden del fenómeno, lo que les otorga una ventaja irresistiblemente indigesta para el paladar género céntrico.
Recuerdo la sutil decantación que sufrieron los objetivos unionistas, cuando el 15M, una vez se fueron marchando las cámaras y quedaron sólo las asambleas populares. Entonces, del “esto sólo lo arreglamos sin ellos” que había marcado los primeros días de fraternidad universal, se pasó a una desunión muchísimo más realista. Se descubrió que “esto” no era algo concreto, sino la suma de todas las recriminaciones que cada grupúsculo minoritario albergaba contra el abstracto opresor llamado “sociedad”. Y empezaron a llover gritos como “¡El 15M será feminista o no será!”; “¡Sin pisos gratis no hay revolución!”; “¡Veganos todos o nos vamos!”… No permanecí mucho dentro de ese galimatías. Al final, presencié desde el extranjero cómo la indignación fue asumida por los profesoress de Somosaguas, y todos sabemos el fin de la historia.
Traigo a cuento todo esto, porque me sorprendo a mí mismo intentando descubrir el razonamiento detrás de la paradójica postura que convocó la huelga del 8 de marzo. Una postura que llama a la transgresión, pero que se ofende cuando un obispo la subraya; una postura que llama a la huelga para parar el mundo de los hombres, pero que no quiere que los hombres las ignoren; una visión que pretende hacer el bien a todos, pero consigue ser amiga de ninguno.
Puede que muchos opinen que estoy falto de empatía. Prometo no ser un enemigo acérrimo de la corriente. En conciencia, diré que leí y discutí con la mayor apertura de la que mi pobre cabeza es capaz, todo cuanto de feminismo me llegaba en los últimos tiempos, hasta alcanzar la conclusión de que el multirrelato feminista occidental carece de coherencia, serenidad y quorum social, pues no comparte en su seno ni los fines, ni los medios, ni las formas. No se legitima ni por la realidad, ni por la ética, ni por la fuerza social. No sabe lo que quiere, ni lo que puede, y prefiere no darse cuenta.
Por eso, no me importa estar del lado equivocado del mainstream cuando digo que la violencia machista, la brecha salarial y los piropos son problemas más complejos que lo que la impulsiva ideología feminista pretende hacernos creer, y que meter en el mismo saco una violación y unos patucos rosa, mientras se deja fuera la pornografía o el aborto selectivo en China -y no sólo en China- en nombre del consentimiento informado y el “empoderamiento”, es indecente. Por indecencias como estas, sí que me habría partido la cara a conciencia el 8 de marzo, no fuera a ser que la historia acabara dándome la espalda.
Las injusticias sufridas en primera persona sólo por el hecho de ser mujeres o por pretender serlo de un modo alternativo, no reciben la importancia, atención y resarcimiento que en ocasiones merecerían. Y entiendo también que, precisamente entre quienes las han sufrido, la exasperación y el tono impaciente pueden no ser una opción descartable. Pero la concienciación a la que nos han llamado con la huelga, se mueve en un plano estrictamente ético, no político; y todo discurso moral que apela a lo debido debe aceptar las normas del juego: proponer, sensibilizar, partir de la experiencia previa, empatizar con el contrario.
Animo, por ello, a las mujeres que hayan conseguido leerme hasta aquí (por enfadadas que estén), a ponerse en relación con el discurso moral vigente, a actuar desde las reglas comunes, y a llamar a la empatía desde la empatía. Quizá así consigamos la igualdad entre sexos y aprendamos a presentarla de un modo atractivo, sin celos amargos ni tristezas. Entonces la unanimidad que se pretende, no será tristemente desbaratada por una guerra de bandos en la que el enemigo crece al ritmo de la inquina del discurso libertador.
Antígona se rebeló contra la injusticia de no poder enterrar a sus muertos, pero llamada al patíbulo, se explicó y recibió la condena que las leyes exigían. No es mi intención llamar al martirio, pero no hay un camino ancho y carretero hacia la igualdad. Por seguras que aparezcan las teóricas feministas, no sabemos qué modelo de hombre y de mujer sobrevivirá a la actual crisis de nuestra civilización. Y tampoco sabemos si ese modelo será viable antropológicamente. Ni si será “feminista” (si es que existe un modelo que se atribuya en exclusividad ese adjetivo).
Actuemos en bloque por objetivos compartidos. Busquemos mayorías razonables, no minorías ruidosas. Hablemos, expliquemos y escuchemos. Tengamos paciencia y tratemos de cambiar, todos, cada uno a sí mismo, antes de pretender que los demás sean como nos apetece.
Alonso Gil-Casares
Ganador de la II edición
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