Desde la semana pasada, contamos con un huésped inesperado en casa. Nos percatamos de ello el viernes por la noche. Hacia el final de la tarde, con la caída del sol, observamos una diminuta presencia en el techo del comedor; un pequeño vertebrado de ojos brillantes, cola veteada y piel escamosa. Se trata de una salamandra. Pero ésta es especial. En Valencia las llamamos salamanquesas. Por lo que he leído (he intentado documentarme con cierto rigor antes de escribir este artículo, aunque pido disculpas de antemano por si estas páginas llegan a manos de un zoólogo y mis comentarios son inexactos), esta especie de reptil vive en la zona del Mediterráneo. Le gustan los rincones y grietas; lugares oscuros que constituyen su morada durante el día, y en especial en las estaciones frías, durante las cuales los convierte en refugio permanente.
El viernes fue, simplemente, un acontecimiento curioso. Mi madre, mi abuela y yo la mirábamos con interés, puesto que hacía años que no veíamos una tan cerca. Cuando me fui a trabajar el sábado, al llegar por la noche allí seguía; estática, inmóvil. De viernes a sábado hizo unos pocos metros, durmiendo en la moldura sobre el sofá. Pero el fin de semana amplió el recorrido, e hizo un circuito por todo el comedor, de parte a parte. Un circuito lento, si se me permite decirlo. Son corredoras de fondo, y se mueven muy despacio. Mi madre iba a trasladarla al exterior, pero en el último momento cambió de opinión y la dejó donde estaba. De hecho, la tuvo de compañera mientras veía la televisión. ¿Tal vez le gusta Netflix?
El domingo pensamos que había desaparecido; mi abuela estuvo examinando sus movimientos durante todo el día, cual Sherlock Holmes, y concluimos que había escapado por el balcón hacia las plantas; en Valencia todavía hace algo de calor, y tenemos algunas ventanas abiertas. Al llegar a casa del trabajo, nuevamente de noche, rebusqué por todos los ángulos del comedor sin éxito.
Ayer no hizo acto de presencia. C’est fini!, pensé. Había terminado nuestra pequeña anécdota semanal. Pero hoy sobre las seis de la tarde la hemos vuelto a ver; en esta ocasión, sobre los azulejos de las paredes de la cocina. Parece que ha cogido confianza, y ha ampliado el itinerario: ha cambiado de estancia.
Cuando mi madre ha vuelto de trabajar, durante la cena, hemos hablado las tres sobre nuestra inquilina sorpresa (también en el chat familiar, dado que es nuestra pequeña celebridad). Divertidas por el devenir de los acontecimientos, y al ver que se trata de una visita algo permanente, hemos pensado en ponerle nombre. De eso trataba nuestra conversación.
Entre champiñones y huevos revueltos, mi abuela se mantenía neutral, mientras yo torpedeaba sugerencias. ¿Lewis? (Por el autor). ¿Montesquieu? (Muy presuntuoso, pero mi intención era homenajear la división de poderes). Mientras parloteaba, mi madre se mantenía pensativa.
-¿Qué tal Sally?- me dice.
-Sally. ¿De Salamandra?
-¿Por qué no?- responde. No soy muy imaginativa, pero es gracioso.
Y tenía razón.
A priori, esta historia puede parecer banal: Un reptil en casa. Pero a raíz del confinamiento, Valencia ha recuperado una pequeña parte de sus especies autóctonas; murciélagos (también conocidos como ratas penadas), que sobrevuelan las solitarias calles de mi barrio durante la noche, y ahora la salamanquesa.
Es un año muy difícil para todos; de retos, problemas y pérdidas. ¿Por qué no dedicarle unos párrafos a un animalito que, por diminuto que sea, ha vuelto a nuestras vidas? Como se dice en nuestra tierra, tal vez sea un buen augurio, un signo de buena suerte. Un nuevo comienzo. Así que le hemos puesto nombre. La llamamos Sally.
Autora: Esther Castells,
ganadora del III Edición de Excelencia Literaria
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