El invierno llegó a Madrid unos días antes de la fecha oficial del comienzo de la estación. El frío se sentía en cada rincón, de Norte a Sur y de Este a Oeste. En la sierra empezó a nevar mientras sobre la ciudad llovía intensamente. Nórdicos y abrigos de plumas abandonaron los armarios para recorrer las calles de la capital. Los aficionados al esquí aprovecharon el puente de la Almudena para visitar alguna estación. Otros buscaron los últimos resquicios de tiempo cálido en el sur de la Península y las islas, y se prendió la Navidad: las luces, las filas interminables para comprar un billete de lotería, los escaparates y los regalos.
Claudia adoraba esa época. Le gustaba asomarse a las decoraciones de las tiendas y comprobar la ilusión en la mirada de la gente, en concreto de los niños. Salía a visitar belenes y mercadillos navideños. Un viernes se acercó a los puestos de Ópera, donde se fijó en los juegos de madera, las joyas antiguas, los juguetes de artesanía, las cajitas de música, bufandas y gorros, así como en las muñecas de tela. Por último, se detuvo ante un puesto de bisutería en plata. Entre collares, pendientes y broches, encontró un anillo que reconoció al instante, pues de pequeña, antes de emigrar a España, su madrina le había regalado una mariposa parecida a aquella y lo había perdido. La suya era de alguna aleación que le daba aspecto de plata envejecida, mientras que el que allí se exhibía relucía al brillo de las bombillas. El corazón empezó a latirle con fuerza, pues llevaba años buscándolo.
–Quiero este –le dijo al joyero.
–Puedes probártelo para comprobar la talla. Me quedan algunas más grandes y más pequeñas –le explicó.
Claudia intentó colocárselo en el dedo índice izquierdo.
–Espera. No lo fuerces. Déjame que utilice el expansor para abrirlo.
Así lo hizo, pero no fue suficiente porque a Claudia seguía quedándole pequeño. Probó en el anular derecho. Después de varios arreglos, le vino perfecto. Mientras tanto, se fueron acercando otras personas a curiosear.
–Tienes unos ojos preciosos –le piropeó el tendero.
–Gracias –. Se sonrojó.
Después de pagar, él le explicó la historia del anillo:
–Este diseño data de finales del siglo XIX. Yo lo había visto en páginas web de coleccionistas, y como soy joyero lo imité cuidando bien reproducir todos los detalles.
Un poco después, le dijo que se llamaba Jorge y Claudia se marchó con el corazón dando saltos, aunque sin saber el porqué.
No tardó en volver, pues algo tiraba de ella. Con la excusa de comprarle un regalo, se acercó al puesto. Había caído la noche. Cuando Jorge la vio, le guiñó un ojo y siguió atendiendo. Poco después se centró en ella y en aquel regalo que buscaba. Claudia no se llevó nada finalmente, salvo una invitación para dar una vuelta cuando Jorge cerrara el puesto. El aroma a castañas asadas, algodón de azúcar y churros envolvía la tarde.
Se acercaron al Palacio Real. Los focos alumbraban los árboles y arbustos de la plaza. Hablaron de muchas cosas, rieron al plasmar anécdotas divertidas de su vida, observaron a los transeúntes que se hacían fotos y bailaron y cantaron. Un imitador callejero de Michael Jackson les agradeció que depositaran unas monedas en su sombrero. Cenaron en un restaurante veggie que aparecía mencionado en la última novela que Claudia había leído. Tomaron el café y el postre fue en otro local que conocía Jorge, y se despidieron allí donde se habían conocido. Jorge le tomó de una mano, que estaba fría y suave, y le acarició el anillo de la mariposa y con un “buenas noches” junto a una sonrisa, cada cual se marchó en una dirección.
Un día después y contra todo pronóstico, Claudia le escribió un mensaje de texto:
“¿Repetimos el plan? ¿Damos una vuelta? ¿Salimos a cenar?”.
Sencillo y directo, respondió Jorge:
“Sí a todo”.
Buscaron otra zona de la ciudad y la recorrieron. Se toparon con algunas recreaciones de Las Meninas, se detuvieron ante distintos grafitis, entraron y salieron de algunas tiendas de barrio, librerías de segunda mano y más de una cafetería. Observaron Madrid hacia arriba y hacia abajo para no perderse detalle. De vez en cuando cruzaban sus miradas tímidamente y escondían la sonrisa que les delataba. Sin embargo, el momento de la despedida fue diferente. A la luz de la luna, Claudia, que se sentía muy valiente, se acercó y le besó. Él correspondió con dulzura y calma. Cuando se separaron, todavía se quedaron unos instantes frente a frente, deteniendo el tiempo.
Pasearon de la mano con un beso en cada semáforo. Se sentían afortunados por haberse encontrado. Flotaban en una nube, deseando que aquel descubrimiento mutuo fuera para siempre. El anillo reflejaba la luz de las farolas. Claudia era como aquella mariposa; abandonaba la crisálida y alzaba el vuelo.
Relato de Rosario Fuster para Excelencia Literaria
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