Un cartel de “Se vende” no tiene nada de particular, a no ser que se encuentre en el interior de un coche que está en el aparcamiento de un centro comercial malagueño.
En esas circunstancias, el infortunado dueño del automóvil recibió una llamada.
–¿Juan José Martínez? Buenos días. Acabo de ver su coche. Cuénteme: ¿por qué quiere venderlo?
–El motivo es personal, pero, en fin… Mire, tengo tres hijos y soy viudo. El mayor tiene veintiocho años y está estudiando un master. Es el cuarto que empieza. El mediano está terminando enfermería, o eso espero. Y la pequeña se ha tomado un año sabático después de acabar el colegio. Dice que está encontrándose a sí misma–. Tras tomar aire, continuó–. Pero cuando solo me quedaba un plazo para finiquitar la hipoteca, mi empresa hizo un ERE, y mantener a un cincuentón como yo no entraba en sus planes. Llevo semanas buscando un nuevo trabajo, pero no lo encuentro. Y necesito, sin falta, 3.600 euros, que es el precio por el que vendo el automóvil.
–Le doy diez mil, un empleo y el coche, a cambio de un pequeño favor.
Tras una pausa, Juan José respondió en tono cortante:
–Mire, si esto es una broma…
–Nada más lejos de mi intención. Escuche, a mí tampoco me ha ido bien durante la pandemia. Me dedico a los transportes, ¿comprende? Con todo, me ha surgido la oportunidad de asociarme con una farmacéutica, y necesito, sí o sí, acudir a una reunión con el mandamás del laboratorio, pero, claro, no estoy en disposición de ir, y no solo porque el encuentro sea fuera de España sino porque me he contagiado del bicho –guardó silencio, para que Juan José digiriera la información–. Voy directo al grano: me gustaría que se hiciera, en mi nombre, una PCR. Yo le entregaría antes un DNI falsificado. Después le aseguro que tomaré todas las precauciones necesarias durante mi viaje: desinfecciones, dobles mascarillas, distancias de seguridad…
José Manuel se sintió indignado:
–No sé por quién me toma; no voy a perder más tiempo escuchándole.
Y colgó.
Pero inmediatamente empezó a darle vueltas al asunto. Pensó en sus hijos: en el mayor, que en ese momento dormía a pierna suelta –no había acudido a clase; el pobre tenía siempre tanto sueño…–, y luego en el mediano, que se encontraba jugando a la play, como un niño chico. Y en su niña. Por encima de todo, en su niña. Sabía que lo que ella más deseaba era hacer un viaje por el mundo. Además, eso le abriría la mente.
Dudó. Volvió a dudar y… tomó la resolución de marcar el número que encabezaba las llamadas recientes.
***
Nueve días después Juan José acudió a su parroquia. Se sentó en uno de los últimos bancos e intentó tranquilizarse, para ordenar los últimos acontecimientos: el despido, el coche, la llamada, los hijos, el trato, la prueba y la noticia en el telediario: “Muere el dueño de una farmacéutica a causa de la COVID–19”. Se acusó a sí mismo:
<<Soy un asesino… Mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa!>>.
Un gemido desgarrador le despertó de su ensimismamiento y se detuvo la misa, en cuyo comienzo Juanjo no había reparado. Miró en derredor para ver de quién había surgido semejante lamento. Y le pareció imposible que todos los ojos de los fieles estuviesen clavados en él. Avergonzado, salió del templo.
Una vez en la calle, llamó por teléfono.
–Por mí, se puede quedar con todo su cochino dinero.
Cuando colgó, pensó aliviado que todo volvía a estar como antes. O no… pues, evidentemente, nada volvería a ser igual. Y tomó una decisión: se encaminó a una comisaría, dispuesto a que esos chicos (Marta, Paula y Felipe), que había visto retratados en el periódico, y esa viuda (Silvia) se sintieran en paz. Si no hubiera sido por él, su padre y esposo seguiría junto a ellos.
<<Pero>>, dudó, <<¿una confesión les servirá de consuelo o alimentará su desdicha?>>.
Entonces reparó en que no estaba buscando la paz de aquella familia sino venganza contra el tal Jacobo. Y, sobre todo, contra sí mismo.
Destruido, volvió a su casa. Desde el ascensor escuchó una partida del último Fifa. Al llegar al salón, gritó:
–¡Parad esa maquinita de una maldita vez! ¡Y sentaos! ¡Niña –llamó a su hija, que se encontraba en su habitación– ven aquí ahora mismo!
Debía contárselo. No por desahogarse, sino porque sus hijos tenían que despertar a la realidad. Nervioso, les habló de lo sucedido. Al terminar supo que había roto para siempre la admiración que ellos sentían por él, y no podía soportarlo.
–No os quedéis callados, por favor. Decidme algo –les suplicó.
Los comentarios de los chicos fluyeron encadenados:
–Jo, papá. ¿Qué narices has hecho?
–¿De verdad le has devuelto a ese tío la pasta? Hay que ser idiota.
–Ya te vale. Si no fueras un inútil, ganarías dinero sin ir cargándote a la peña por ahí –remató su hija.
Aquella última intervención le escoció como una bofetada. Se puso en pie y abandonó el salón, dándoles con la puerta en las narices.
–¡Sois unos patanes!
Nunca los había llamado así.
Antes de darse cuenta, había llegado al río. Pensó que era la solución más fácil. De hecho, aquella opción le fue produciendo una euforia interior. Era un final tan rápido, tan simple…
Saltó. Al sentir el agua le vino una imagen a la memoria: estaba enseñando a nadar a la pequeña.
<<Te prometo que nunca dejaré que te pase nada malo, mi amor. Te llevaré de la mano hasta que quieras soltarte>>.
Una bofetada de viento frío que le golpeó la cara, le hizo notar que, como marca el instinto de supervivencia, había emergido. Ya en la orilla, decidió abandonarse al placer de encontrarse en tierra firme. Un momento, solo un momento, porque los chicos le esperaban en casa y no quería preocuparlos.
Paloma Peñarrubia. Ganadora de la XVIII edición de Excelencia Literaria
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