A pesar de lo que le había dicho la telefonista del 112, Ángela colgó el teléfono. Al fin y al cabo, la Policía ya iba en camino y no había nada más en lo que aquella amable y paciente mujer pudiera ayudarle.
Aún escondida dentro del armario, la joven intentó asimilar todo lo que había ocurrido en apenas cinco minutos, desde el momento en el que entró por la puerta de su casa.
Acababa de llegar del trabajo. Dejó el abrigo en el perchero del recibidor y el bolso sobre la mesa del comedor. Fue al pasar a la cocina cuando advirtió una sombra tras la puerta. Tuvo el tiempo justo para esquivar la puñalada mortal de un encapuchado. Llevada por el pánico, golpeó seguidamente al intruso con la puerta, hasta que la pared blanca se fue llenando de pequeñas salpicaduras rojas.
Después, Ángela huyó, pero con los nervios fue a refugiarse escaleras arriba, en vez de salir a la calle. Se dio cuenta de su fatal error al alcanzar el segundo piso. Supo que no podía volver atrás. Así que se escondió en el armario de su dormitorio, desde donde había llamado con el móvil a Emergencias.
Se encontraba encogida entre ropas de invierno y vestidos de etiqueta, y temblaba con violencia, anegada en lágrimas. Comenzó a echar de menos la tranquilizadora voz de la telefonista, pero no quería importunarla después de haberle colgado de forma tan brusca. Ángela esperaba que la Policía llegara a tiempo, antes de que el asesino la encontrase.
Porque tenía claro que aquel desconocido no era un vulgar ladrón, sino que se había escondido tras la puerta de la cocina con la intención de matarla. La joven no sabía quién era, ni los motivos por los que quería acabar con su vida. Tampoco sabía cómo había conseguido entrar en su casa. Lo único de lo que estaba segura era de que si la encontraba, no saldría viva.
Lo escuchó subir las escaleras, tratando de hacerlo con sigilo, pero las tablas de los escalones le traicionaban a cada paso con un débil quejido. Ángela tuvo la certeza de que la Policía no iba a llegar a tiempo. Tenía los minutos contados hasta que el encapuchado abriese la puerta del armario.
Sin dejar de llorar ni de temblar, encendió su móvil y se preguntó de quién debería despedirse. Pensó en sus padres, a los que había visto hacía dos horas. Pensó en su hermana, que llevaba tres años en la India, prácticamente incomunicada. No; con su familia no tenía nada pendiente que arreglar.
Sin embargo, llevaba desde el día anterior sin hablarse con su mejor amiga, Rocío, con la que había mantenido una fuerte discusión. No habían tenido oportunidad de reconciliarse. Ángela pensó en todos los años que llevaban unidas, y supo que no quería morir sin pedirle perdón. No quería dejarla con el peso de un remordimiento para el resto de sus días.
Mientras buscaba su contacto en la agenda, oyó nítidamente como el asesino entraba en la habitación. Con el miedo estrangulándole el pecho, Ángela se apresuró a bajar el volumen del teléfono al mínimo y se encogió, más aún, entre la ropa.
Rezó para que Rocío descolgara al primer tono. Para que no tuviera su móvil en silencio. Deseó con todas sus fuerzas que su mejor amiga le cogiera la llamada, para arreglar las cosas antes de que todo acabase.
El teléfono de Ángela emitió el primer tono, a un ritmo que se le antojó angustiosamente eterno. El corazón de la chica, como presintiendo que aquellos eran sus últimos latidos, palpitaba con tanta fuerza que le hacía daño.
Y entonces se quedó helada… Un tono de llamada que se le hacía familiar sonó en la habitación, al otro lado de las puertas del armario.
Roberto Iannucci, Ganador de la XIII edición de Excelencia Literaria
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