<<¿Te sientes con suerte?>>, me pregunta un juego cada vez que pierdo la partida. No, señor creador, acabo de perder la tercera corona seguida, así que no me siento con suerte. Me entran ganas de tirar el móvil por la ventana. Odio las preguntas de la frustración, las que te hacen en un mal momento para que se conviertan en tu reflexión del día.
Tenemos un miedo generalizado a fallar. Desde pequeños nos han preparado para alcanzar el éxito, para llegar a lo más alto de cada empresa que nos propongamos, pero sin enseñarnos a equivocarnos, a saber qué ocurre cuando uno cae en el error. Está muy bien que se apueste por sacar lo mejor de cada uno, por nuestra mejor versión, por mostrarnos fuertes a todas horas, pero es mucho más importante aprender a gestionar el fracaso.
Cuando hacemos algo bien recibimos los halagos correspondientes, el reconocimiento que esperábamos mientras dedicábamos tiempo y esfuerzo a determinadas tareas. No hay nada mejor que sentirse orgulloso de lo que uno ha culminado, pero se trata de un arma de doble filo porque parece que a partir de entonces ya no debemos fallar, decepcionar en una próxima entrega. Entonces los adolescentes nos tumbamos en la cama en posición fetal, con la sensación de no entender el mundo y nos invaden los pensamientos negativos. Dejamos de ser el autor de ese artículo o quien ha firmado ese trabajo. Y nos sentimos frustrados porque en realidad no somos tan excelentes como esperaban los demás. El cerebro se nos obstruye con la tentación de rendirnos, con la duda de que aquello que hemos hecho bien, en el fondo, no era lo nuestro, de que hemos perdido las ganas para enfrentarnos a un siguiente reto y dudamos de la razón por la que trabajamos (si es por nosotros mismos o por recibir unos segundos de halagos).
De pronto nos llega una notificación, un mensaje, una persona que nos hace ver que el enredo solo existe en nuestra cabeza. Esa persona que nos conoce sabe que nos estamos saboteando a nosotros mismos. Nos pregunta cómo estamos, nos propone un plan divertido, nos invita a jugar a “Las preguntitas” o a ver un capítulo de una serie. Y el mundo vuelve a girar alrededor del sol y dejamos de ser nosotros y nuestra ansiedad por fallar. Somos nosotros y nuestros amigos, nosotros y nuestras familias, nosotros y la oportunidad de equivocarnos para poder aprender.
Antes de dormir, jugando al juego de las narices, te sale la pregunta, la contestas, reflexionas… y sí, me siento con suerte porque estoy entretenida con este juego, porque tengo un montón de personas a mi alrededor que me tienen en cuenta, porque lo bueno no solo está arriba, en la cumbre. Es bueno todo el camino que hay que recorrer. A fin de cuentas, nadie nace sabiendo.
Inés Rosique es la Ganadora de la XV edición de www.excelencialiteraria.com
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