Mamá Oveja volvía a casa luego de un ajetreado y agorador día en la granja de Zenón. No había llegado a su hogar cuando se percató de que algo andaba mal, pues el aroma era extraño y el viento que movía las ramas de los sauces le avisaba de un peligro.
Ante aquellos indicios, echó a correr hacia a casita en medio del bosque, donde la escena que se encontró demostró lo atinado de su prevención: habían derrumbado la puerta y su esposo estaba tirado en el piso, cubierto de sangre. Él olía a alcohol, lo que no se le hizo extraño.
– Papá Oveja, ¿dónde están nuestros hijos? –le pregunto sacudiéndole la cabeza.
– Se los llevó –respondió el macho, que apenas sí podía hablar, pues tenía la quijada rota–, pero no me preguntes quién porque no tengo idea.
Mamá Oveja cogió el teléfono y realizó una llamada a la Guardia de Fábulas. Al poco tiempo llegaron los oficiales Pinocho, Zorro y Sabueso para evaluar la situación. El perro, como era de esperar, comenzó a olfatear la escena mientras Zorro interrogaba al fermentado montón de lana de Papá Oveja, a la vez que Pinocho recorría la casa hasta que llegó a la cocina, donde descubrió manchas de sangre en la mesa. «Sea lo que haya sido, fue capaz de tumbar al señor Oveja sobre este mueble», pensó. Había algo de pelo y manchas de harina a las que la marioneta sin hilos no dio importancia. No encontraba sentido a muchas cosas, como si las partes de su cerebro de madera no pudieran unirse para resolver el misterio.
– ¿Qué es esto? –exclamó Sabueso tras olfatear un frasco que tomó del piso.
– ¡Nada! –gritó Mamá Oveja mientras le arrancaba de las manos el diminuto recipiente.
Pinocho ordenó a los esposos que lo acompañaran a la comisaría mientras Zorro y Sabueso terminaban de revisar la escena del crimen.
– Este cabello huele familiar –dijo Zorro a Sabueso.
– Sí; me parece que lo he olido antes, pero no sé dónde –apretó las cejas, concentrado–. ¡Ya sé!
En la comisaría, Pinocho sirvió un té a las ovejas para que se calmaran.
– Déjame ver si lo entendí –pidió en la recepción Gorila Gorilón a Hombre de Hojalata–. ¿Dices que viste Lobo Feroz en una actitud sospechosa?
– Sí –respondió Hombre de Hojalata–. Yo me encontraba talando unos árboles cuando lo vi acompañado de siete borre…
– ¡Jefe! –gritaron Zorro y Sabueso al entrar de súbito en la comisaría.
– Fue Lobo Feroz –afirmó Sabueso.
– Sí. Él lo hizo –añadió Zorro.
Gorila Gorilón sujetó al Hombre de Hojalata y le preguntó acerca de Lobo Feroz. La respuesta inundó la sala en el más profundo de los silencios:
– Estaba caminando junto a siete borreguitos.
Sin perder tiempo Pinocho, junto a sus dos compañeros, Hombre de Hojalata y los esposos, corrió a la guarida de Lobo. No era muy difícil de encontrar, pues vivía en la cima de una colina, en una cueva sucia y mal cuidada. Muchos decían que no tenía dinero para costearse una casa.
Desde una distancia prudente presenciaron cómo Lobo salía de su cueva para dormir bajo la luz de las estrellas. Hombre de Hojalata no perdió el tiempo y fue directo hacia él para proporcionarle un golpe que lo dejó inconsciente. Acto seguido, según la costumbre de las historias en las que Lobo Feroz se comía a la gente, Papá Oveja le abrió el estómago para ver si sus hijos estaban allí dentro. Pero aquel estómago tenía bastantes indicios de no haber recibido comida en mucho tiempo. De hecho, Lobo estaba casi tan delgado como Mamá Oveja.
Una línea fina de olor sorprendió a Sabueso. Entró en la cueva y halló a los borreguitos durmiendo plácidamente. Muchos de ellos tenían moretones y heridas. Los despertó y les condujo fuera. Fue entonces cuando los esposos Oveja, hartos de temerle a Lobo, le llenaron el estómago con piedras, se lo consieron y lo arrojaron al río.
Lobo Feroz se hundía mientras los niños volvían a su hogar en compañía de sus padres. Si bien las piedras eran pesadas y lo hacían descender hacia el fondo, más le pesaba el dolor de su corazón, pues para los borreguitos Lobo era una Oveja y las Ovejas eran lobos. Pero, ¿eso qué importa?
La falta de aire le hizo perder la conciencia al aproximarse al lecho del río. Lo último que pasó por su mente fueron unas frases sencillas: «Echarle la culpa al lobo es fácil, pero… ¿qué ocurre si uno es Lobo? ¿Debe culparse a sí mismo?».
Felipe Gabriel Beytía[1]
Ganador de la XVII edición de Excelencia Literaria
[1] Felipe Gabriel Beytía es peruano y vive en Arequipa.
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