Son muchos los recuerdos que almacenamos en forma de fotos, personas, anécdotas, lugares, olores… Los olores, cuando aparecen sin esperarlos, son muy significativos. Gracias a ellos conseguimos trasladarnos a lugares y momentos muy especiales, que permanecían dormidos en la memoria.
Esta mañana, mientras cortaba puerros y pelaba patatas, dejé volar la imaginación. Me trasladé a aquellas tardes de invierno en las que nos faltaban horas para cumplir las odiseas que albergamos en la cabeza. Volver de clase, merendar, hacer los deberes y salir a la calle para jugar eran nuestras ocupaciones.
Los campos cercanos a mi casa han sido el escenario de nuestros avatares. Los protagonistas, siempre, una pandilla de chavales ansiosos por enfrentarse a nuevos retos.
Huelo a rastrojos. El día está decayendo, el cielo se ha puesto rojizo y nos empuja a salir a toda prisa hacia la alameda, donde nos solemos juntar cada tarde. Con cuidado, apoyamos las bicicletas en un árbol y nos dirigimos a la casa abandonada, a la que nuestros padres nos han prohibido entrar. Tratando de no hacer ruido, avanzamos pisada a pisada, para que el perro del vecino no nos sienta, para que ninguno de nosotros tropiece con las zarzas, con los cascotes, con los derrumbes en las habitaciones. Pero poco nos dura la concentración: Alfonso trastabilla, se cae y no podemos evitar las carcajadas. Entonces el perro se pone a ladrar, como loco, y no tenemos otra que escapar.
Después de varios minutos pedaleando a toda prisa, llegamos a un lugar seguro. Una vez allí, nos reímos de Alfonso y cada uno va contando su versión de la aventura. Es una explosión de emociones azuzada por la tensión y las ansias de vivir. ¡Qué felicidad encontrarnos a salvo!
Ya no queda luz, la tarde se nos ha echado encima. Mañana será otro día. Nos despedimos y cada cual vuelve a su casa.
Mi hermana y yo cruzamos el umbral y entramos por la cocina, que nos sumerge en otro mundo. El olor a puchero nos hace sentir seguras. Mamá, sin apenas decir palabra, se imagina lo que hemos hecho esa tarde, pero como está entretenida con la abuela, no nos regaña.
El pitido de la olla exprés me hace volver a la realidad de mi cocina, de la mesa de trabajo, de la pila, de los cuchillos y de la comida que tengo entre manos. Huele a puchero y este olor me hace sentir en casa. Tengo la suerte de que mi trabajo destapa mucho de esos recuerdos vinculados a los olores de mi infancia, cómo el del puchero, que me hace escuchar de fondo las palabras de mamá:
–¡Niñas, a cenar!
Ester Torres Chiscano
Ganadora de la V edición de Excelencia Literaria
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