Hace unos días hice el examen de acceso a una universidad de mi ciudad, Sevilla, que al ser privada tiene una prueba propia independiente a la “selectividad”. Para realizarla tuve que acudir a la sede de dicha universidad, un sábado por la mañana.
Llegué unos minutos antes de la hora prevista a la zona donde nos habían citado a los candidatos. Era la planta baja de uno de los edificios y estaba repleta de jóvenes acompañados por sus padres. Todos hablaban entre ellos (se notaba que estábamos en Sevilla).
Después de unos momentos, nos guiaron hasta un aula, en donde hicimos la primera parte del examen. Tras unas horas de intenso trabajo, nos dieron un rato de descanso. No me lo pensé dos veces y salí de la clase con intención de tomar el aire en el exterior del edificio. Para mi sorpresa, fue allí donde me encontré con una situación sorprendente: había un grupo de chicos y chicas que, al igual que yo, habían salido a refrescarse; pero no estaban charlando entre ellos. No. Estaba cada cual en su móvil, tecleando palabras invisibles para mí.
Me hizo gracia ver que estaban quietos, como congelados en un intento de mannequin challenge: uno apoyado en la pared, otro sentado en el suelo, otra de pie…Lo único que movían eran los dedos. Pero también me dio pena. ¿No se suponía que todos estábamos allí por un mismo motivo? Algo, supuestamente, nos unía: un futuro en el que conviviremos juntos en las aulas de aquella universidad. Pero se ve que teníamos nada que decirnos.
Tras aspirar una buena cantidad de aire fresco, me di la vuelta y entré por donde había salido apenas unos segundos antes.
Patricia Rus
Ganadora de la XI Excelencia Literaria
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