Mi amigo Leandro era un chisgarabís, un don Juan de medio pelo, un loco de la comedia, un tío más ausente que presente, un soñador.
Leandro concitaba sentimientos encontrados, derramaba ternura, resultaba irritante y adorable a partes iguales.
Él solía decir que se había comido la vida a dentelladas, pero lo cierto es que era más oveja que lobo, acuñaba heridas desteñidas con cierto aroma a chamusquina y es que allá donde había un incendio, cuando presto acudía a sofocarlo, salía escaldado.
Cuando cumplió sesenta proyectó una segunda oportunidad para deleitarse en el arte de vivir, se matriculó en una escuela para adultos que había en el barrio y se compró unas libretas y varios bolígrafos de todos los colores.
«Sin color no hay vida», solía repetir
Allí descubrió a la Dolores, que así la conocían por el pueblo, Dolores, la de las telas. Mujer hacendosa y trabajadora que había explotado un taller de costura toda su vida y que había colgado las tijeras por mor de la fortuna.
A la Dolores le había tocado la lotería una mañana tonta en el bar de Pepe donde acostumbraba a repostar energías antes de que el gallo cantara. Aquél día el desayuno le salió caro, o barato, según se mire. Porque al tentempié mañanero se sumó el décimo de la suerte.
Fue un bombazo el de la Dolores y más contenta que unas pascuas. Cerró el taller sin pestañear y tomó la decisión de dedicar el resto de su vida a otros menesteres, como estudiar, leer, pasear, ir a clases de baile y viajar siempre que el tiempo lo favoreciese.
Y se fueron a Venecia
Cuando Leandro y Dolores, la de las telas, se miraron por primera vez, no sintieron absolutamente nada especial. Fueron compañeros de pupitre y amigos de tasca lo que tarda en morir un invierno.
Quizás la primavera despertó ese afecto que había ido germinando con discreción y sosiego, incluso de forma clandestina sin saberlo ellos siquiera.
Pero el día llegó, como llega la calma después del viento, o como llega la luz a la bombilla y qué se yo, el asunto es que mi amigo Leandro me llamó una mañana, muy temprano y me espetó con voz saltarina: ¡Me caso con Dolores!
A mi felicitación siguieron un batallón de preguntas que Leandro respondía ávido de ponerme al día, no en vano habíamos tejido una amistad recia y duradera que resistía verdad y confidencias sin recato.
Estaba Leandro como un niño chico con zapatos nuevos, para él todo cobraba sentido a la luz de este amor de ocaso y no quería dejar de saborear ni un instante de su nueva vida.
Recuerdo la tarde en que quedamos para tomar café los tres, días después de recibir la noticia del casamiento. A Leandro le hacían chiribitas los ojos y su sonrisa lo decía todo. Dolores simplemente irradiaba felicidad. Pude comprobar que allí había salsa y auguré alegrías plenas.
Semanas después, partieron a Venecia a festejar su recién bendecido amor. Me quedé con ganas de acompañarles, porque esa ciudad me llama, pero no era el momento, huelga que me extienda en explicar las razones.
Y colorín colorado
Fue en esa gama de colores que la luz nos regala, donde aprendieron a tejer su historia, a veces ensombrecida por las escaramuzas de la convivencia, como nos pasa al común de los mortales, pero ellos le echaron humor a sacos y ganas a toneladas.
Leandro y Dolores se fundieron con la tierra después de un porrón de días que sumaron años hasta atesorar varias décadas. Y durante ese amor tardío, no sólo pude disfrutar de la amistad del bueno de Leandro, sino que gané el afecto de Dolores.
Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
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