La puerta es de un luminoso azul cobalto. De madera vieja; de madera pintada y vuelta a pintar. Con dos ventanucos serpenteados por una guirnalda herrumbrosa. El quicio, teñido de sombras inciertas, es testigo del uso y del paso del tiempo; lo mismo que los chorretones que ruedan anárquicos a ambos lados. Es el bajo de un antiguo edificio de pescadores.
Un espíritu romántico puede imaginar las faldas amplias y floreadas de Laura rozando la jamba desportillada cada día al entrar con las bolsas de la compra. Dos péndulos que equilibran su graciosa figura mientras ella, con la muñeca en alto, trata de recomponer los mechones rubios que se le escapan díscolos del peinado. Completa su indumentaria una blusa blanca, tomada por tantos lavados y tanta lejía, tal vez, un poco raída, pero eso, le da cierto encanto.
Un espíritu pragmático, quizás más cercano al de Laura, ve la miseria que le ha acompañado desde la infancia. No entiende la emoción que a un ojo ajeno le puede provocar la sencillez de lo humilde. Laura traspasa el umbral y es, entonces, cuando la belleza de la falda y la camisa, la delicadeza de la hebra de cabello dorado estallan en mil pedazos como en un cuadro cubista, se descomponen de manera desconcertante y angustiosa como en un lienzo expresionista. La boca se tuerce en una mueca brutal, las flores se marchitan y se ajan al contacto con el aire viciado del apartamentucho, el pelo –lustroso al sol- se apaga, lanza ríos de tinta blanquecina en sus sienes, en el nacimiento de la nuca, en el de las orejas. La piel, radiante por la caricia fresca y salada de la brisa, se vuelve cenicienta. Esa es la Laura que ve el espíritu pragmático, la imagen que a ella le devuelve cada día el espejo.
Dos calles más abajo, en dirección al mar, en primera línea, en lo más alto de un edificio blanco, impoluto. En un sofisticado apartamento que mira orgulloso a la bahía. Pequeño como el de Laura, pero por razones distintas. Frío y minimalista, pero por capricho estético. Se encuentra la casa de Aurora. A ella no le hace falta cargar con la compra. La hace con la APP que ha instalado en el Iphone. Luego, es Mónica, la señora peruana que hace las labores del hogar, quien se encarga de recibir a los operarios del súper, colocar y organizar la compra. Por supuesto, si se lo preguntan, Aurora no duda en contestar, “desde que tuvimos a Álvaro y a Jimena, Raúl y yo decidimos que me quedaría en casa para cuidarlos. Desde luego, no van a estar con nadie mejor que conmigo”.
A Laura y a Aurora las separan apenas un kilómetro de distancia. Puede ser que se hayan cruzado por la calle. Incluso, que Laura haya admirado el carísimo Vuitton, el delicado abrigo de cashemere rematado en el cuello con piel de zorro, las bota finísimas –casi como un guante- brillantes, estupendas, a la moda, y se halla encogido, intimidada, en su abrigo de algodón verde con capulla de piel sintética, sus botas gastadas de hace cinco temporadas y su bolso ajado de MSK. Luego, ha vuelto la vista a los niños. Eso, sin duda, le ha dolido más. Hace frío y llevan dos abrigadísimas prendas de colores conjuntados: celeste la de ella, marino la de él. Por debajo de los anoraks asoman botas color camel. Laura trata de hacer un rápido cálculo mental de lo que pueden costar esas UGG y lo que tendría que ahorrar ella para darse el capricho de ver a su Kevin y a su Aroa calzados con ellas. Siente una punzada en el estómago. “Es una estupidez invertir 200 euros en un zapato que apenas podrán usar una temporada. Está claro que a esa le sobra el dinero y es una derrochadora”. Aparta la mirada como distraída, simulando no haberlos visto. Tratando de castigar su vanidad con la indiferencia, sin embargo, el resto de la tarde no los apartará de su cabeza, y una sensación viscosa de disgusto se apoderará de ella.
Aurora tampoco parece haber visto a Laura. Sus cinco sentidos están centrados en los chicos. Desde que Raúl, brillante empresario, hijo y nieto de brillantes empresarios, asumió la dirección del negocio familiar de importación y exportación, decidió, eso sí, con el acuerdo de Aurora, que lo mejor para la familia sería que ella se dedicara –exclusivamente- al cuidado de los niños. “A fin de cuentas, Aurora, qué necesidad tienes tú de trabajar. Puedes vivir como una señora y así los niños estarán mejor atendidos. Ya quisieran tus amigas”. Al principio, a ella le había parecido una evolución natural de las cosas, incluso ventajosa. ¿No era eso lo que le había sucedido a su suegra? ¿No era lo que le hubiera gustado a su madre para ella misma? Así que había dicho: “Sí. Está bien” y, ahora, cuando sus amigas le preguntaban –no las del grupo de whatssap de madres o las del café o las de pilates- no, cuando le preguntaban las de la facultad, las que trabajan y tienen hijos, ella se pone una máscara, se esconde bajo una capa de cinismo y responde “estoy feliz, me siento una privilegiada. Estoy disfrutando a tope de los niños. Quién puede hoy en día permitírselo”.
Representaba, entonces, el papel de perfecta madre y perfecta ama de casa. Componía una pintura hermosa, equilibrada, llena de armonía y de luz; un Botticcelli. Qué distinto de lo que carcomía, día a día, su alma atormentada: el lento discurrir de días monótonos que se cuelgan tozudos de las manecillas del reloj; la boca seca de tanto masticar momentos grises y arenosos; la mirada vacía de quien se siente transparente para el marido; la modorra de los sentidos, dormidos desde que la rutina se instaló en lo cotidiano, en su cerebro; el vaivén adormecedor de viajar en un tiovivo que siempre hace las mismas paradas. Ella, licenciada en ADE, la primera licenciada de su familia. Había vendido su alma; canjeado sus ambiciones por una bonita casa con servicio y domótica; bolsos de lujo y un marido inteligentísimo con el que ya no tenía de qué hablar como hacían durante los años de universidad.
Pero es mentira que Aurora no se fijara en Laura. Su alma romántica vio la puerta azul cobalto, la falda plisada llena de vida, su mechón desordenado, peinado al aire, caprichoso. Su tirar ansioso de la mochila de los niños “Kevin, deja tranquila a Aroa que vas a llevar un azote. Zumbando para casa que tengo prisa. Tengo que entrar a trabajar” Automáticamente, los ojos románticos de Aurora podían escrutar toda la energía, la espontaneidad, la capacidad de decisión y el avatar de la vida de Laura. Y comparaba aquella vida humilde, pero a fin de cuentas ‘viva’, con la suya ¿O acaso la suya no era vida? ¿No se sentía, únicamente, como mera espectadora sentada sobre las agujas del reloj? ¿Por qué ella, primera alumna de su promoción, malgastaba sus fuerzas y su talento en elegir bolsos, decorar la casa y hacer las tareas escolares de los niños? Un sabor ácido se le vino a la boca. Entonces, levantó aún más su mentón de mujer perfecta, casada con un hombre importante, vecina de la zona rica de la ciudad, a la que resulta invisible toda esa parte en la que hay desconchadas puertas azul cobalto, zapatos low cost, y despeinadas madres obreras.
Por un instante, una milésima de segundo, la fracción imperceptible en la que sus miradas se cruzaron, las dos mujeres, tan distintas y distantes, se encontraron en un punto del camino, deseando –sin saberlo- ser un poco más la otra.
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