Era un atardecer gélido, frío, tenebroso por la oscuridad lapidaria. Los caminos embarrados, tortuosos, deformados por el paso de la humedad y el poco cuidado. La luz se atenuaba en cada giro de las sufridas ruedas, chirriantes reclamando su jubilación. Pero, quién estaba pendiente de esos detalles, cuando ese es su fin, y también el medio de vida, el motivo de su existencia, incuestionable. El carruaje, pausado marcado por una mula cabizbaja, cansada, carente de ilusión de futuro, se adentraba en la penumbra del cortijo. Se conocía cada piedra, cada chirrío, cada lastimoso quejido de la madera, cada murmullo de los gorriones que buscaban el cobijo de la noche inminente. Años realizando el mismo trayecto, padeciendo cada pisada que soportan sus sufridas articulaciones.
Las riendas eran sostenidas de forma vaga, sin tensión, sin transmitir presión a la “bestia”. Conocía perfectamente el camino. Su destino era claro, sabía que tenía que hacer. En su destino no había dudas, conocía las piedras del camino. Muchas veces pensé que el abuelo aprovechaba el trayecto para dar una cabezadita, manteniendo una simbiosis con la bestia, con su mula, su confianza se había fraguada por años repitiendo las mismas pautas.
Aquel día, el abuelo, se puso el traje de los domingos. Camisa blanca y corbata oscura. La corbata de los entierros como decía él. Aquel día fue un día angustiosamente húmedo, de axilas marcadas, de olor penetrante a humanidad, estiércol y tierra mojada. Barrizales donde las ruedas marcaban el surco, hendiduras en la memoria, vagas y tenebrosas, ausentes en el tiempo. Aquel día, el abuelo, me eligió a mí, para que le acompañara. Le gustaba tener compañía mientras transitaba con su boina gastada por el huerto, mientras la mula tiraba del carruaje chirriante. Mis padres y mis hermanos acudirían después, imposición del abuelo. Él era el que dirigía a la familia. Sin explicaciones marcaba el rumbo, con su voz áspera, ruda como el camino al huerto. Mirada profunda que divisaba el infinito. Si el infinito que parece que no existe, podía verlo en la mirada de mi abuelo. Él me atravesaba, y sabía perfectamente lo que estaba pensando a quien tenía delante. Sin contemplaciones, le soltaba una frase directa que no planteaba dudas, ni respuestas. Su frase era ley. Sobre todo después de la muerte de la abuela.
La abuela era quien tensaba las riendas de la familia. Por lo bajini, por detrás, sin herir el rudo orgullo del abuelo, como tenía que ser. Ella conocía perfectamente su lugar. Y ese lugar, era donde tenía que estar. No había más remedio, y además lo sabía. Todos los sabíamos. La última palabra sentenciadora del abuelo siempre había sido consensuada, en silencio, por la abuela. Como tenía que ser.
A lo lejos, con el trajín del carruaje tembloroso, por el irregular camino, se podía divisar el cortijo. Un arado interminable, con una casa para los aperos. Una cocina de leña, un saloncito con unas sillas, para descansar las piernas. Un cuarto que hacía de baño con un agujero que jamás supe hacía donde iba, que mi padre le llamaba letrina. Otra habitación para los apaños, donde el abuelo, mi padre e incluso un servidor, echamos alguna siesta encima de la alfalfa. En aquel entorno, se podía considerar el paraíso. Era una buena forma de sacarle el jugo a la vida, con cosas que aparentemente eran sencillas.
Aún quedaba un buen trecho, cuando me percaté que el abuelo se echó mano al costado izquierdo y bajó la cabeza. La mula se detuvo. Un silencio se hizo en la acequia. Las golondrinas habían desaparecido y los grillos dejaron de trinar.
– Abuelo, qué te pasa -le pregunté preocupado.
– Pablo, tranquilo, no pasa nada -levantó la cabeza y me miró con los ojos enrojecidos, mientras alcanzó a ponerme su enorme mano en el hombro-. Cuando lleguemos a la Casucha, vas a sacar una pala y vas a hacer una zanja detrás, a la vera de la puerta, donde comienza el arao.
– ¿Por qué abuelo? -no entendía absolutamente nada.
– Es el momento de que te comportes como un hombre -alcanzó a decir.
En ese instante, la mula continuó el camino. Ella sabía que estaba ocurriendo, conocía al abuelo mejor que nadie en el pueblo, en la familia, incluso que mi padre. Noté como el abuelo comenzó a respirar con cierta dificultad, pero no propició ningún quejido, desesperación ni lamento. Sin embargo, su calma me ponía a mi aún más nervioso. No tenía ni idea de lo que ocurría. Pero para un adolescente, viene siendo algo habitual.
Lo que restaba de camino, mientras se iba poniendo el Sol se me hizo eterno, aunque la mula avivó ligeramente el paso. Intuía que el tiempo apremiaba. Lo cual, me desesperaba aún más si cabe. El corazón se me iba a salir literalmente por la boca.
Cuando llegamos, la mula se detuvo sin dilación comenzó a comer el poco pasto que había a la vera de la casa. Como si con él no pasara absolutamente nada. Mi abuelo levantó de nuevo la mirada, su rostro agrietado tenía un tono desconocido para mí.
– Tienes que mantener la calma, lo que va a pasar es natural -me dijo, mientras comencé a sollozar, sin saber muy bien porqué-. Cuando no pueda sostenerme. Coge la pala, comienza a hacer la zanja. Después llegará tu padre con tus hermanos y me enterráis detrás de la Casucha, donde comienza el arao.
– Pero, abuelo, no… -es lo único que fui capaz de articular mientras luchaba con mis lágrimas.
– Tranquilo hijo -pasó su rugosa mano por mi fino y delicado rostro, mientras me sepultaba con su intensa mirada.
De repente, cerró sus ojos y se desvaneció sobre el carruaje. Comencé a llorar mientras le gritaba, zarandeaba, intentado que regresara de donde se había marchado, fuera donde fuera. Como si mis gritos tuvieran la capacidad de hacerle regresar. Esta vez, ni si quiera fui capaz de apreciar si se hizo el silencio. Tenía un dolor en ningún lugar dentro de mí, que no me dejaba respirar sollozando, gritando. Y estaba sólo. El abuelo, tumbado inerte sobre el carruaje y yo allí sólo, sin nadie a varios kilómetros a la redonda, mientras el cielo se teñía de rojizos y anaranjados presagiando una dura noche.
Después de un buen rato. Cuando me quedé sin lágrimas. Me incorporé y descendí del carruaje, provocó una leve polvareda a mi alrededor cuando descendí. Entonces, recordé las últimas palabras del abuelo. Abrí la vieja puerta de la Casucha. Encontré la pala. Mirando el arado, el infinito del arado, con la enorme pala en mi mano, comencé a hacer algo parecido a una zanja. Al principio parecía un trabajo inútil. Pero, poco a poco, con esfuerzo, con la chaqueta, la camisa sobre el suelo y los tirantes bajados iba consiguiendo lo que el abuelo me había pedido. Tampoco sabía cuándo tenía cavar. Sin embargo, la tristeza se tornó en rabia que me permitió obtener un buen agujero. Pensé que mi abuelo estaría orgulloso de mí. Empapado en sudor como jamás había estado, fue cayendo la noche.
Como estaba solo, fui capaz de encender un candil para iluminar el carruaje con mi abuelo y el agujero que había conseguido cavar. En ese momento, con el dolor de mis piernas, hinchadas y callosas manos, el sudor por todo mi cuerpo, entendí lo que era una promesa. Cumplir una promesa, la promesa que me había pedido mi abuelo en sus últimos momentos. Que el esfuerzo, el frio y el sudor que dolía, valía la pena.
En ese momento, llegó el carruaje con mi padre y mis hermanos. Yo les esperé erguido como un rey, subido en el pedestal de mi orgullo.
– ¿Pablo, qué ha pasado? -se acercó mi padre con celeridad.
– Papá, el abuelo nos ha dejado -dije con serenidad, pero con lágrimas en los ojos.
– ¡No puede ser!
Mientras mi padre se derrumbó y mis hermanos comenzaron a llorar. Yo me mantuve erguido, aunque con pena, manteniendo la compostura.
– El abuelo… -carraspeé luchando con las palabras-. Me pidió que hiciera una zanja para que le enterráramos dentro de ella.
En ese momento, mi padre, que estaba con las rodillas clavadas en el suelo maldiciendo. Levantó la cabeza y viéndome. Observando mi calma, reflejo de la serenidad de su padre, entendió que no valía de nada lo que estaban haciendo, regodearse del sufrimiento no sirve de nada. Se incorporó.
– Vamos a enterrar al abuelo, como se merece -sentenció.
Mi padre, conmigo, terminamos la zanja. Mis hermanos arrancaron unos tablones e improvisaron una caja. Mientras la mula se había recostado. Hicimos una cruz con inscripción con la fecha que nos dejó. Cumplimos su último deseo. Rezamos alrededor de su tumba mientras un viento helado nos azotaba. El sudor, las lágrimas se congelaron como si nunca hubieran estado, pero necesarias para comprender que valió la pena.
– Pablo, hoy te has comportado como un hombre -me dijo mi padre mientras asentía con orgullo.
Con el tiempo, he comprendido muchas cosas. Los seres queridos se irán. Se tienen que marchar. Lo importante es cómo afrontamos su viaje. Mi padre, también se marchó. Igualmente. Le han seguido familiares, amigos, seres cercanos que como una sombra nos va invadiendo, haciendo desaparecer nuestro entorno. Se sufre, pero cuando ocurre, mejor haz lo que hay que hacer. Sigue adelante, sin tirar de las riendas de la mula, pero que el carruaje marque el surco de tu camino.
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