LA FRIALDAD DE LOS NÚMEROS ALIVIABA EL DRAMA DE LA NOTICIA. El anonimato de las estadísticas ocultaba la ausencia de miles de rostros concretos: 132.000 contaminados; 16.456 fallecidos; 62.857 altas médicas. La insensibilidad de las cifras adquiría calor conforme se delimitaba el territorio: Andalucía… Málaga: 2.821 contaminados, 283 muertes, 2.342 dados de alta…
Cada atardecer aguardábamos las curvas inexplicables de esta pandemia. Cada mañana nos levantábamos con la secreta ilusión de que todo hubiera mejorado y con la manifiesta esperanza de doblegar el ascenso de la línea de los contagios. Atiborrados de noticias repetidas, suspirábamos por leer la primera página que cuelga el titular de un redondo cero en el casillero de las muertes.
Las semanas discurren imperturbables, aunque el calendario parece detenido en la rutina. Los días nos bailan en sus números y se confunden en el casillero de la semana: es ¿11 o 12? ¿Viernes o sábado? El vacío del tiempo nos aturde, suspirando la llegada de la noche, un aliado amable que cubre con su manto la claridad que nos denuncia ante el espejo y esconde la memoria de lo que ocurre con el velo del sueño.
La mañana del domingo se levantó con una noticia alentadora: cero contagios, cero fallecidos, en Málaga: el 0-0, como un empate deseado que sabe a victoria, brillaba en el marcador iluminado de este partido con la vida, que ha generado tantas prórrogas. La buena nueva se expandió con la velocidad de la ilusión de un regalo de Reyes, y se hizo viral en nuestras tertulias telemáticas sin rostro y en la oración de acción de gracias en la ausencia de la Eucaristía del domingo. El día, montado en la amabilidad de la noticia voló con la ilusión de que, por fin, se vislumbraba la salida del túnel y llegaba la normalidad: cuando la muerte era una noticia accidental de la vida. Una brisa con sabor a esperanza cerró la noche y se llevó un día de fiesta, tan igual, tan triste como un lunes para un estudiante.
Pero pronto despertó el lunes, ávido de últimas noticias. A las seis en punto, repiqueteó el despertador y automáticamente se puso en funcionamiento la radio. Entre las noticias, la portada de siempre: número de contagiados, de muertes, de altas. Sólo un fallecimiento de corona virus en Málaga. Se aliviaba la estadística y, para mí, seguía revestida de la anestesia de la distancia y el desconocimiento: la lejanía y la imposibilidad de colocar un rostro bajo esa pírrica cifra, aliviaban el dolor. ¡Sólo un muerto!, respiré.
A las siete en punto, sonó el móvil con el descaro de esas horas que te vaticinan una mala noticia o bien la equivocación inoportuna de un desvelado. Temí lo primero:
– «Mi madre murió anoche…», me pareció intuir, entre balbucientes sollozos… Abrí aún más los ojos, rescatándolos definitivamente del sueño, en esa gimnasia mañanera que nos despereza y devuelve a la realidad. Enmudecí… pero a ritmo acelerado quise encontrar las palabras oportunas para aliviar un dolor que nunca tiene la explicación adecuada. 2
– «¡Ufff…!» -el sonido inexpresivo, quería evitar una palabra inoportuna-. «Lo siento… se ha precipitado todo… Qué pena… Pero ella es una gran creyente… Ha muerto después de recibir la Unción y ella ha rezado contigo… hasta perder la conciencia…». Los breves silencios, entrecortados, se alargaban eternos y las palabras se hacían densas, evitando su fluidez.
– «Sí… es doloroso… es injusto…», musitaba una voz entrecortada. Evitando el sustantivo muerte, en el primer adjetivo había una constatación y en el segundo un reproche: doloroso, describía un estado de ánimo, un alma dramáticamente rota; injusto, se alzaba como una denuncia que buscaba un por qué o quizás un rostro concreto ante quién reclamar el motivo de algo que siempre sorprende, por familiar y extraño a la vez: la muerte. Acompañé el sollozo, imperiosamente cercano a pesar de la distancia, con un rosario de frases, quizás superfluas:
– «¿Necesitas algo…? ¿Dónde está el cadáver… tú dónde estás…?» Pretendía que la noticia, que atenazaba encendido el corazón, pasara al terreno frío de la logística… Mi curiosidad era el escudo de la impotencia ante la ausencia de la palabra pertinente…
– «Se lo han llevado rápidamente…. está en el depósito… mañana a las cinco recojo las cenizas… hasta poderlas llevar al columbario…». Sólo unos sollozos y sorbetones hacían presente, a través de la distancia, el dolor de la pérdida del ser querido… Algunos sabemos que cuando muere una madre, el dolor se agiganta como un desgarro que rompe definitivamente ese cordón umbilical que siempre mantiene el vínculo de la madre con los hijos. La muerte de nuestra madre es un anticipo de nuestra propia muerte: el vacío de su ausencia nadie puede ocuparlo. La muerte de la madre nos deja terriblemente solos, y a los sacerdotes definitivamente célibes.
El silencio me trajo el rostro vivo de la difunta, mirando detrás de sus gafas y prolongando su media sonrisa: la situé en el banco adecuado de la iglesia, en su sitio de siempre, en su compañía de siempre, en el eco del rosario de siempre, en el beso de la paz de siempre que fortalecía el amor materno filial, en la fila de la comunión de siempre, en su despedida de siempre… Aislado, me sentí como un pastor al quien le han secuestrado el rebaño y solo pude balbucir:
– «Esta tarde celebraré la misa por ella… Sí, yo solo, ya sabes que no se puede asistir… Pero os tendré presente a los dos…» El eco del llanto contenido apagó la comunicación y el móvil.
Al atardecer, en la presencia generosa de Dios en la celebración de la Eucaristía y en el memento de la persona que acabada de completar su camino, imaginé el rostro de soledad de quien aún tendría que una larga andadura en la vida: intuí sus reacciones, el fluir de sus lágrimas y el desconsuelo de sus pasos. La noche llegó a su hora exacta, inexorable como la muerte, y me creí en el derecho, o quizás en la obligación, de volver a conectar con el dolor.
– «¿Cómo estás…?», fue una pregunta idiota, que intentaba romper el hielo de la soledad.
– «Esto es muy duro… Lo peor es no poder estar junto ella… a la soledad de la muerte se suma la irritante ausencia de la despedida… No he podido despedirme… No he estrechado sus manos en las mías… No he recogido su último aliento… Ella, que siempre intuía mis emociones con una simple mirada… ahora está doblemente sola: a la soledad de la muerte se añade la ausencia de los seres queridos…, sin velatorio… Es muy duro». La primera y última afirmación se convirtió en un eco de dolor que martilleaba su mente y que golpeaba desde la distancia mi cerebro.
De pronto intuí un ofrecimiento que podría aliviar la desazón de la ausencia. Y, entre el resquemor de lo que era correcto, sugerí la posibilidad de ofrecer la Eucaristía por la madre, con la sola presencia de la hija: 3
– «Puedes venir a la iglesia mañana, tu sola, por la tarde, a las cuatro… y ofrecemos la Eucaristía por tu madre». El tono de mi voz se quedó tendido entre el interrogante y la afirmación… como una propuesta furtiva.
– «Sí…», contesto. Nunca una palabra fue más concisa, más rotunda, más aliviadora…
Siempre he pensado que cuando acompañas a alguien en el dolor de la pérdida de un ser querido sobran los gestos excesivos, los discursos acostumbrados y, sobre todo hay que dejarle, a quien sufre, la última palabra. Corté la comunicación. Después de la cena, rehuí cualquier distracción. Quise acompañar con mi oración la soledad de las dos personas que evocaban mi recuerdo: la serena soledad de la muerte y la huérfana soledad de la ausencia. Abrí el Breviario para cerrar el día con la oración de Completas, la última oración de la Liturgia de las horas, que recibe este nombre porque se reza al llegar la noche y, antes de dormir, cuando «se ha completado» el día.
Hemos olvidado, por mal uso, que la noche es un cerrar los ojos para imaginar y medir la calidad del día vivido: ¿hemos llegado tarde al amor? ¿Hemos dejado de hacer el bien? La noche es descanso para diseñar la estrategia de mañana, uncidos a la única regla de la vida: el amor recibido y entregado.
En esta oración, se nos convoca a un examen de amor. El sueño de la noche se asemeja al sueño de la muerte, que aguarda el despertar del alba de la Resurrección. Completado el día, con la sabiduría del anciano Simeón, nos reclinamos en el costado del Señor Resucitado para reparar nuestras fuerzas y servirle, aún mejor, mañana; hasta que amanezcamos, un día, en la claridad eterna de su Reino. Lamentablemente, en la ciudad moderna hemos confundido la noche, y la ausencia de la luz, con la antesala de la muerte: dormir es morir. Hemos olvidado, por mal uso, que la noche es un cerrar los ojos para imaginar y medir la calidad del día vivido: ¿hemos llegado tarde al amor? ¿Hemos dejado de hacer el bien? La noche es descanso para diseñar la estrategia de mañana, uncidos a la única regla de la vida: el amor recibido y entregado.
Estos pensamientos me llevaron a pensar qué decir en el funeral de mañana: ¿cómo encontrar las palabras exactas? ¿Cómo romper el silencio con el consuelo de la voz? Me vino a la memoria el testamento espiritual de un gran creyente, José Luis Martín Descalzo, que me sirvió de guía en un retiro. Decía el sacerdote, periodista y poeta:
«Morir sólo es morir. Morir se acaba. Morir es una hoguera fugitiva. Es cruzar una puerta a la deriva y encontrar lo que tanto se buscaba. Acabar de llorar y hacer preguntas; ver al Amor sin enigmas ni espejos; descansar de vivir en la ternura; tener la paz, la luz, la casa juntas y hallar, dejando los dolores lejos, la Noche-luz tras tanta noche oscura».
Releí, también un papel amarillo que conservo en mi libro y que recoge, a mano, un pensamiento que vaga por muchas despedidas y que con desigual fortuna se recita en tantos funerales. Alguien, jugando a erudito, lo asignó al gran Agustín. No consta la autoría… pero sí es grato el consuelo de sus pensamientos. Simula que la persona que momentáneamente nos ha dejado, nos alienta y anima:
«Rezad, sonreíd, pensad en mí. Que mi nombre sea pronunciado como siempre lo ha sido, sin énfasis de ninguna clase, sin señal de sombra. La vida es lo que siempre ha sido. El hilo no se ha cortado. ¿Por qué estaría yo fuera de vuestra 4
mente? ¿Simplemente porque estoy fuera de vuestra vista? Os espero; No estoy lejos, sólo al otro lado del camino. Todo está bien. No lloréis si me amabais.
Si conocierais el don de Dios y lo que es el Cielo! ¡Si pudierais oír el cántico de los ángeles y verme en medio de ellos ¡Si pudierais ver con vuestros ojos los horizontes, los campos eternos y los nuevos senderos que atravieso! ¡Si por un instante pudierais contemplar como yo la belleza ante la cual todas las bellezas palidecen!
Creedme: Cuando la muerte venga a romper vuestras ligaduras como ha roto las que a mí me encadenaban y, cuando un día que Dios ha fijado y conoce, vuestra alma venga a este Cielo en el que os ha precedido la mía, ese día volveréis a ver a aquel que os amaba y que siempre os ama, y encontraréis su corazón con todas sus ternuras purificadas.
Volveréis a verme, pero transfigurado y feliz, no ya esperando la muerte, sino avanzando con vosotros por los senderos nuevos de la Luz y de la Vida, bebiendo con embriaguez a los pies de Dios un néctar del cual nadie se saciará jamás».
Todavía, como queriendo retrasar el sueño, recordé una conversación con un viejo profesor, uno de mis maestros. Cuando sabía que el cáncer lo había sentenciado a plazo fijo, nos espetó al final de una clase: «He creído lo que he dicho. Ahora me toca vivirlo, y que Dios me ayude». Sobrecogido, le reclamé desde la amistad una conversación. Paseando en el atardecer de Roma, le lancé la pregunta, con más reproche que consuelo: «¿Y Dios…? Si aún eres joven… por qué no retrasa la muerte». Como un testamento, me dejo otra página de su sabiduría:
«Si Dios es quien dice ser, si Dios es el amigo fiel del hombre, si Dios ha creado al hombre por amor y para la vida, Dios no puede ser vencido por la muerte ni puede contemplar impasible la muerte de su amigo». Y dictó su epitafio: «La muerte es solo una llamada del Amigo».
Recitar estos versos, sin precipitar las palabras, y releer estos textos amigos, me dieron la calma necesaria para dejarme abrazar por el sueño, sabedor de que no debería afanarme en preparar ningún discurso: sería Dios quien en mi boca pondría la palabra exacta. Cerré los ojos y arrastré a mi corazón la celebración prometida. A las cuatro, alrededor del altar, estaremos los justos: solo dos, sacerdote y doliente. Me dije, como una predicación a mis dudas: nuestra fe confiesa que en cada Eucaristía el cielo baja a la tierra y, en una sola asamblea, nos sentamos alrededor de la misma mesa todos los creyentes, los que ya llegaron a la meta y los que aún peregrinamos en la tierra. Mañana, ella, la que añoramos, rodeada de la multitud de los santos, en la otra orilla de la vida, nos contemplará con su media sonrisa y evocaremos su banco adecuado de la iglesia, su sitio de siempre, su compañía de siempre, el eco del rosario de siempre… el beso de la paz de siempre… Pero ella -y aquí se quiebra el llanto y surge el gozo- no tendrá que guardar la fila de la comunión porque participa plenamente en el banquete eterno…
Nosotros, aún con los pies en el agua del mar de esta vida, celebraremos la Muerte y la Gloria, aguardando la Resurrección, uniendo nuestras voces a su voz en un único canto del Padrenuestro… Y, sí, nosotros sí haremos fila, al compás del tiempo, hasta recibir en nuestras manos, como un maná, el alimento que da la vida eterna… Y volveremos a nuestro banco de siempre, a nuestra compañía de siempre…. y aguardaremos, renovados de amor, la barca que nos volverá a reunir en la eternidad de la otra orilla.
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