Querido Santa Claus: No creo en ti, así que no sé quien estará leyendo estas líneas. Tengo seguro que no será Papá Noel. El año pasado hice todo lo que pude por cumplir los requisitos necesarios para entrar en tu lista de niños buenos y, así, recibir tus regalos. Me esforcé en conseguir sacar buenas notas, realicé diligente todas las tareas que me asignaron en casa, trabajé duro para no tener ningún castigo. Pero el día 25 de diciembre no te dignaste a aparecer. No corrí las cortinas adrede, y los primeros rayos de sol que despuntaron a través de la ventana me sacaron del letargo en el que me encontraba tras una noche casi en vela, en un equilibrio molesto entre el sueño y la vigilia. El corazón se me iba a salir por la boca mientras corría en busca de mi regalo… Imagínate mi decepción al descubrir que no habías visitado mi casa. No había ni siquiera una señal de que habías pasado por aquí. Todo el esfuerzo por ser un chico ejemplar, para nada. Por eso te digo, seas quien seas, que no creo en ti. El gordo que se viste de rojo y entra por las chimeneas no existe y, de hacerlo, es un embaucador, mentiroso y canalla. Si tú, Claus, de verdad fueses santo y tuvieses los poderes que dicen, me habrías traído mi regalo las pasadas Navidades. Me has decepcionado. Javier.
Santa se reclinó sobre el sofá mientras expiraba todo el aire de sus pulmones con un resoplido. Después, el crepitar del fuego fue lo único que impidió que la habitación se sumiese en el silencio más profundo.
«Recuerdo a este joven. Su carta era de lo más formal: letra clara y expresión humilde. Además, su expediente estaba más que limpio. Pero chico… no podía concederte lo que me pedías». Volvió a suspirar antes de remangarse las gruesas mangas blanquirrojas y tocar una campanilla que tenía a mano. No tardó en presentarse una personita de color verde, del tamaño de un zapato, que jadeó mientras se desenroscaba la bufanda que llevaba al cuello y se quitaba el abrigo.
— No sé si algún día me acostumbraré a estos cambios de temperatura –protestó–. Tu casa está demasiado caliente; desentona con el aire helado de ahí afuera. Te digo que un día de estos pillaré una pulmonía —. Su voz era aguda como la nota de un violín mal afinado.
Santa hizo un gesto condescendiente.
— Acabo de leer la carta que me trajiste ayer. Hiciste bien en hacérmela llegar.
El elfo asintió antes de decir, con tono vanidoso:
— Sabes que soy el mejor jefe de fábrica que has tenido hasta ahora. Me tomo muy en serio mi trabajo.
— Sí, sí… Vayamos al grano. Traeme papel y lápiz. Tenemos una carta que responder; la ilusión de un niño está en juego.
Fuera un viento huracanado arreciaba con fuerza. Los copos de nieve se apelotonaban en las ventanas de la cabaña.
***
El día estaba encapotado. De vez en cuando, unas gotas mojaban el suelo. Javier, que vivía en el quinto piso, contemplaba la ciudad. Hacía unos días que había mandado la carta, sin creer que llegase a ningún destino.
<<Polo norte. Menuda dirección absurda>>, pensó.
Pero el corazón palpitante de los niños se aferra a la esperanza contra todo pronóstico, aún a riesgo de desear imposibles. Por ello, no pudo evitar el pensar que quizá ese año iba a ser distinto.
Con cada paso que dio hacia la habitación de su madre, su corazón se aceleraba. Al llamar a la puerta se le había desbocado y la mente se le nublaba a causa de la adrenalina. Albergaba la posibilidad de que hubiese ocurrido un milagro.
<<Quizás sí que le ha llegado>>, se dijo. <<Quizás mi carta haya conmovido a Santa o alguno de sus duendes, y hayan utilizado su magia para concederme el regalo que tanto merezco. A fin de cuentas hoy es Navidad. No debo perder la fe porque los milagros ocurren>>.
Abrió la puerta con timidez. La escena que se encontró le dejó horrorizado: su tía, arrodillada junto a la cama, se tapaba la cara con ambas manos y agitaba su cuerpo a la vez que dejaba escapar un sollozo ahogado. Javier se quedó clavado en el umbral, con la mirada fija en el rostro pálido de su madre, que yacía en la cama. Una luz grisácea entraba por la ventana, el cielo estaba cubierto de nubes e iba a llover.
No llegó a entrar en la habitación. Corriendo entre lágrimas, llegó al salón y con movimientos automáticos descolgó el teléfono para contactar con el médico. No hicieron falta palabras. El silencio que precedió al <<Dígame>> del doctor, bastó para comunicarle la mala nueva.
La mente del niño se tornó espesa, como si una neblina se le hubiese introducido en el sistema nervioso. La visita del médico; la mortaja; la visita de familiares perplejos que no daban crédito y que se lamentaban de que la muerte hubiese coincidido con un día tan señalado.
– Pero si ayer estaba más animada.
– Su salud parecía mejorar por momentos.
Se lamentaban en el vestíbulo.
Javier permanecía junto a la ventana, observando la llovizna.
Pasada la tarde, tras despedir a todos sus parientes, se derrumbó en un sofá y y entró en un estado letárgico. Así pasó la noche, con los ojos abiertos, abrasados de tanto llorar, y el cuerpo inmóvil. Al mediodía del día 26 se incorporó y, en un arrebato de ira, lanzó por los aires el árbol de Navidad que con tanto esmero había adornado. Fue entonces cuando vislumbró un sobre color beige bajo el abeto artificial. Su nombre estaba escrito en el dorso de la carta, y en el lugar donde debía aparecer la dirección del remitente había dos palabras bien legibles: <<Polo Norte>>. Un súbito mareo se le subió a la cabeza.
<<Y esto, ¿qué es?>>. Estaba desconcertado.
Irritado, tomó el sobre . No le importaba su contenido, pues no le iba a devolver a su madre. Sin tomar asiento lo abrío junto al árbol caído y la cadeneta de luces, que brillaban por la habitación.
Querido Javier, A pesar de la ventisca que azota el Ártico, confío en la voluntad y entereza de mis renos para llevar esta misiva hasta tu chimenea. Recibí la carta que me escribiste el año pasado, y no creas que tus palabras cayeron en saco roto. Sin embargo, te dirigías a la persona equivocada. Al ver que este año has repetido los mismos pasos, he decidido contestarte en persona —soy el gordo que se viste de rojo y se cuela por las chimeneas; ese mismo—. Mi querido Javier, mi trabajo consiste en fabricar juguetes y mi deber en distribuirlos por el mundo cada 25 de diciembre, para que todos puedan celebrar el nacimiento del niño Jesús. Pero mi magia no llega más lejos. Por eso, y por ningún otro motivo, no pude concederte tu regalo: no puedo librar a tu madre del cáncer que la está matando. Pedías demasiado a este humilde hacedor de ilusiones. Sin embargo, al ver que en tu terquedad volvías a exigirme algo que escapa de mis capacidades, decidí ponerme en contacto con las personas adecuadas. Con este propósito escribí a unos colegas de Oriente, que se encuentran en este momento en peregrinación hacia Belén. Les rogué que incluyesen entre sus ofrendas una muy especial: la tuya. Es decir, todo tu trabajo, tu excelente comportamiento, tu fe y el servicio a tu madre durante todos estos años. Ese regalo lo entregarán junto al oro, la mirra y el incienso. Puede que a día de hoy no entiendas lo que significa este encargo, ni la magnitud de lo que acontecerá el próximo 6 de enero, pero llegará el día en que lo comprenderás. Por mi parte, deja que te regale la certeza de que tu madre goza de la Vida Eterna junto al Padre, y que allí te espera y que desde allí te cuida. Permíteme un consejo: la próxima vez que necesites algo así de importante, no se lo pidas a este anciano. Habla directamente con el Rey de Reyes, a quien, por cierto, estás haciendo esperar. Lo sé porque en la contestación que recibí de los Reyes de Oriente, me recalcaban con palabras subrayadas que Jesús aguarda con ansias que vayas a llorar a sus brazos. Él te consolará y te guiará. Siempre que tú le dejes, claro. No me entretengo más. Mis elfos me esperan con los sacos repletos. Un abrazo, Claus.
Javier levantó la cabeza, atónito.
<<¿Me habré vuelto loco?>>.
Se notó acelerado, como si le hubiesen dado cuerda, pero su ánimo continuaba decaído y triste. Entonces unas campanas redoblaron vigorosas al otro lado de la calle. Tocaban a misa de ocho.
Javier sintió un respingo en su pecho. Sin saber muy bien lo que hacía, se puso el abrigo para acercarse a la iglesia.
Pablo Garrido
Ganador de la XIII Edición de Excelencia Literaria
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