Estudiar el pasado es como investigar las consecuencias de una explosión. Las piezas que pueden unirse para formar una historia coherente están esparcidas de forma aparentemente aleatoria.
Algunos materiales se han evaporado por completo, muchos han quedado calcinados e incompletos, y otros están presentes en su totalidad, pero han sido arrancados y esparcidos por la zona. El historiador suele llegar al lugar de los hechos después de que otros hayan investigado y acordonado la escena. Normalmente se encuentra con que ya se han removido los escombros y se han etiquetado las pruebas. En el peor escenario, algún policía corrupto ha hecho desaparecer evidencias incriminatorias.
«De esta forma, el historiador mira al pasado como un detective forense que acude a la escena del crimen»
Pasea por la zona, observa las entradas y las salidas, toma alguna nota y, después de ponerse los guantes para no contaminar las pruebas, descubre un rastro de sangre tras la ventana. Luego vuelve a su estudio, procesa los datos y toma la pluma para reconstruir lo ocurrido. Su trabajo siempre es imperfecto, porque nunca tiene toda la información, ni puede volver al momento de la detonación para ver cómo sucedió aquello. Todo lo que tiene es un conjunto de pruebas y los informes de sus compañeros.
En su trabajo final, el historiador trata de reconstruir lo sucedido como una narración coherente en la que procura establecer la verdad de lo ocurrido. Por último, en su informe deja constancia de toda la información que no tiene (y probablemente nunca tendrá) con la esperanza de que, algún día, otros puedan continuar su trabajo. La Historia, vista de esta forma, es el esfuerzo continuo de la humanidad por reconstruir el pasado.
Reconozco que la metáfora del historiador como una especie de investigador forense del pasado me resulta tentadora. No solo porque difiere de la imagen característica de los historiadores como ratones de biblioteca (¡ay!), preocupados casi en exclusiva por evitar que caduquen sus préstamos bibliotecarios y por redactar gruesos volúmenes, sino porque presenta el pasado como un gran caso abierto, un lugar al que acudir continuamente en busca de respuestas. Los historiadores procuran fijar una interpretación, pero la Historia siempre estará abierta a nuevas investigaciones, nuevas interpretaciones y revisiones. En la escritura de la Historia, nadie tiene la última palabra.
La labor del historiador
Así visto, el saber histórico es frágil e inestable. El historiador puede servirse de las ciencias naturales y sociales, pero la Historia no entra en el dominio de las ciencias puras. Los historiadores observamos un pasado –siempre frágil y en descomposición– desde las lejanas atalayas del presente.
«Solo reconociendo la imperfección de la disciplina podemos dar un primer paso hacia la verdad»
En este sentido, el historiador John Lukacs afirmaba que “el propósito del historiador no es establecer la verdad perfecta, sino buscar la verdad a través de la reducción de la ignorancia, incluyendo las falsedades”. Reducir la ignorancia y combatir la falsedad puede parecer un propósito humilde, pero es una de las tareas más nobles que podemos emprender.
Hace poco me comentaba un amigo que, en nuestros días, debe ser cada vez más difícil escribir Historia. En una época en la que los límites entre realidad, ficción e interpretación se están derrumbando, ¿Cómo se puede estudiar el pasado, si apenas comprendemos el presente? Los lectores coincidirán conmigo en que el exceso de información, la dificultad para seguir al día los avances científicos, la desinformación, las ‘fake news’ y la famosa posverdad hacen cada vez más difícil entender el mundo en el que vivimos. Tenemos una cantidad desaforada de fuentes históricas, que saturan nuestra capacidad de asimilación y multiplican las interpretaciones.
A veces, la perplejidad por el tiempo presente me lleva a plantearme si tiene algún sentido hablar del pasado. Se trata de un pensamiento amargo, pero necesario: ¿Cómo es posible comprender el mundo de los hombres y mujeres del siglo XIII, si apenas entiendo la complejidad del siglo XXI? Creo que uno de los supuestos básicos de la ciencia histórica es que, para entender el pasado, el historiador debe ser capaz de comprender el presente.
«En tiempos de posverdad, la tarea del historiador es volver a lo esencial, resistiendo en esa búsqueda infatigable de la verdad»
En uno de sus ensayos más lúcidos, George Orwell se planteó que, en tiempos de crisis, “la reformulación de lo obvio es la primera obligación de un hombre inteligente”. Si eso es posible o no, es algo que merece la pena explorar.
Santiago de Navascués es Doctor en Historia contemporánea
UNIR – La Universidad en internet
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