25 de Marzo de 1953, vigésima sexta edición de los Premios Oscar. Una sensación de encanto y aire fresco se apropia de aquella noche neoyorquina. Se trata de una joven de apenas 24 años que prácticamente no era conocida antes de ser nominada, siendo además su primer papel como protagonista en la gran pantalla. Recibe la estatuilla que le acredita como ganadora del premio a la mejor actriz principal del año. La Sala admira su talento y aplaude de forma efusiva y unánime, y una sonrisa, la sonrisa de Audrey Hepburn inunda toda la estancia del Century Theatre de Nueva York. Esa imagen, su “trade mark” se convertiría desde entonces en un icono dentro de la extensa y vasta Historia del Cine.
Su nombre real era Audrey Kathleen Ruston, hija de padre británico y una baronesa holandesa. Su infancia fue dura y compleja, ya desde el momento del abandono del hogar por su padre y el posterior divorcio. Pero sin duda, los peores momentos de esta primera etapa de su existencia lo constituyen la ocupación nazi en su entonces país de residencia, Holanda, durante la Segunda Guerra Mundial. La escasez de alimentos, las continuas ráfagas de bombas cayendo sobre sus cabezas, la falta de calefacción y de recursos de cualquier tipo, todo ello, quedó marcado para siempre en la ya frágil salud de la joven Audrey. Siempre consideró esta etapa esta como un aprendizaje, y una época que la marcaría como ser humano.
Una vez terminada la contienda bélica, y ya en Londres, sus pasos se encaminarían al mundo de la danza, el cual consideraba fascinante y al que seguramente hubiera dedicado su futuro, si no hubiera sido por que, y casi de forma accidental, aparece en su vida otra faceta que la haría inmortal, la actuación.
Ella era algo más que una buena actriz, o un rostro simpático y alegre. Poseía una elegancia innata que sobrepasaba los límites de una pantalla de Cine.
Y es a partir de entonces cuando comienza su verdadera leyenda, desde pequeños papeles, casi anónimos, como en la entrañable “Oro en Barras” con el fantástico actor británico Alec Guinness, hasta su primer papel protagonista, un papel que le daría un Oscar, y que siempre consideró el preferido de su carrera, y a partir del cual comenzó todo para ella. Se trata de la encantadora comedia “Vacaciones en Roma” (Roman Holiday) en la que interpreta a una joven princesa que decide cambiar su estricta y encorsetada vida social por una noche de libertad en la Roma de la posguerra. La extraordinaria química de la actriz con el gran Gregory Peck convirtió esta pequeña película en una delicia para generaciones de espectadores. La imagen de una Audrey montada en una Vespa recorriendo las calles de Roma, tomando un helado en plena Piazza di Spagna, o la inolvidable e hilarante escena de la Boca della Verità, son ya iconos de la Cinematografía del Siglo XX, y suponen el comienzo de una de las carreras fílmicas más completas de su historia.
Pero ello no sólo supuso simplemente el comienzo de una excepcional carrera en la gran pantalla. Ella era algo más que una buena actriz, o un rostro simpático y alegre. Poseía una elegancia innata que sobrepasaba los límites de una pantalla de Cine. Audrey fue desde casi el principio, símbolo de muchas cosas, de un nuevo estilo de mujer, alejada de los cánones voluptuosos de las actrices “poppolanas” italianas, y a medio camino entre una pasarela de Alta Costura y las hechuras de una estrella de Cine. Su corte de pelo, su singular figura, su clase y estilo innatos han sobrepasado las barreras del tiempo y las modas siempre efímeras.
Y es precisamente en ese otro terreno, en el cual Audrey siempre se desenvolvió con la misma facilidad y natural talento que en el campo de la actuación. Porque entre otras muchas cosas, fue y sigue siendo un imperecedero icono de la moda, su “look casual” sigue impregnando la estética femenina aún incluso en pleno Siglo XXI. Una faceta donde surge una asociación extraordinaria, la del célebre diseñador de moda Hubert de Givenchy. Ambos comenzaron su relación siendo noveles en sus campos profesionales, ella una prometedora y casi debutante actriz, él un joven y ambicioso diseñador, y la unión de ambos supuso una de las más fértiles relaciones entre el Cine y el mundo de la Moda que jamás se hayan visto. Una asociación que duró durante la mayor parte de la actividad artística de la intérprete, y en la cual la química de la clase natural de la actriz con el elegante vestuario diseñado por Givenchy siempre fue perfecta.
Fue en “Sabrina”, una de las comedias más recordadas del gran maestro Billy Wilder, dónde se inicia esta casi mítica colaboración entre ambos. Un papel pensado y escrito para la joven Audrey. Un cuento de hadas en el que la hija de un chófer se enamora de uno de los hermanos de una acaudalada familia. Los vestidos diseñados por el talento de Givenchy, son una aportación esencial a la trama del film y simbolizan la transformación de la protagonista de ese patito feo asomado a la ventana idealizando su amor por el personaje de William Holden, al elegante y bello cisne que vuelve de su estancia en París, convirtiéndose en objeto de admiración por parte de todos a su regreso. Sería el primero de otros muchos trabajos juntos en los que el vestuario del diseñador francés era casi tan esencial como el guión o el fondo musical para comprender el éxito de las películas en las que colaboraron.
Posiblemente el cénit de su unión profesional lo supone la maravillosa “Desayuno con diamantes” (Breakfast at Tiffany’s), basada en la novela de Truman Capote. Es en la imperdurable escena inicial de esta película, en la que en un Nueva York amaneciendo, la cámara se centra en una elegante y esbelta figura vestida con un soberbio vestido negro, asomada a un escaparate admirando las hermosas piezas expuestas de la célebre Joyería Tiffany’s. Un vestido, que como curiosidad, estuvo expuesto durante muchos años en el Museo del Traje de Madrid, donado por el propio diseñador. Se trata de una escena inolvidable, que unida a la excepcional banda sonora compuesta por el compositor Henry Mancini, simboliza a la perfección lo que muchas veces consigue el Cine, aunar y sintetizar diferentes facetas artísticas en una única obra, y a veces, y éste es uno de esos escasos milagros, en una auténtica pieza maestra.
Pero seguramente su mejor interpretación, la más madura y perdurable nos la proporcionó en la extraordinaria “Dos en la Carretera”, probablemente una de las películas que más descarnada y cercanamente trató el tema del matrimonio en el Cine. Un recorrido a lo largo de los años de una pareja, desde los inicios casi juveniles en los que la pasión y el amor se desbordan e inundan toda la relación, hasta el escepticismo y conformismo que van devorando los sentimientos de ambos personajes. Es el componente melancólico el que impregna toda la película con continuos saltos en el tiempo, en los cuales podemos captar los momentos decisivos de esta relación. La actuación de Hepburn es excepcional, vemos cómo su personalidad va leve, pero perceptiblemente mutando a lo largo de todo el metraje. No en vano, en este film, sin duda, estaba reflejando su propia experiencia personal en su matrimonio con el actor Mel Ferrer, una relación que a pesar de los incesantes intentos de la actriz para mantenerlo a flote, acabó terminando en un doloroso divorcio.
Audrey Hepburn trabajó durante toda su trayectoria con los mejores directores de su tiempo y compartió escenas y reparto con los actores más relevantes del Hollywood dorado, dónde siempre destacaron su profesionalidad y la humanidad extraordinaria que siempre destilaba la actriz. Y es esa faceta, su faceta humanitaria, la que la llevó durante toda su vida, pero especialmente al final de la misma, a intentar retornar a los demás, lo que el éxito, la fama y su propia celebridad le habían reportado a ella.
Durante los últimos años de su vida, multiplicó sus esfuerzos viajando a países del Tercer Mundo, países en los que las catástrofes naturales y humanitarias habían provocado hambrunas y miseria entre la población, especialmente el sector siempre más débil y vulnerable, la infancia.
Su labor como Embajadora de UNICEF fue, cómo ella misma siempre recordaba, una forma de devolver a esta agencia de la ONU, especialmente a los niños, lo que durante su propia infancia, y cómo refugiada de guerra padeció, y que gracias a las entregas de alimentos, cuidados médicos esenciales y ayuda humanitaria, logró sobrevivir. Durante los últimos años de su vida, multiplicó sus esfuerzos viajando a países del Tercer Mundo, países en los que las catástrofes naturales y humanitarias habían provocado hambrunas y miseria entre la población, especialmente el sector siempre más débil y vulnerable, la infancia.
Su entrega fue premiada por la Medalla de La Libertad, máxima condecoración civil de los Estados Unidos. Era el último de una larga lista de galardones que jalonaron la existencia de una mujer cuya vida se apagaría pocos meses después, víctima del cáncer, a la prematura edad de 63 años.
Su última aparición en la pantalla fue un breve, pero maravilloso epílogo a toda su carrera. Se trató de la película “Always” (Para Siempre), y en el que interpreta un personaje muy especial y apropiado, el de un ángel. Un papel con el que se despedía de nosotros con esa misma sensación de eternidad con la que se la recordará siempre.