Se inicia el nuevo curso escolar. Y se nos plantea un nuevo escenario educativo. Ahora los espacios cambian: mantienen sus paredes y pilares, pero modifican su interior. Mesas separadas, distancias entre alumnos, turnos mas amplios para hacer entradas escalonadas…
Yo, como maestra, mantengo mi interior, pero, por el contrario, he de adaptarme en mis actos, en mi forma, en mi exterior.
Una buena costumbre que tenemos los maestros de vocación es saber acompañar a nuestros alumnos. Adaptarnos a sus necesidades. Si lloran, les ayudamos a tranquilizarse; si están nerviosos, les mostramos signos de calma; si están alegres, nos contagiamos de su alegría.
Esto siempre ha ido acompañado de la cercanía, de un abrazo, de un pañuelo para secar una lágrima, de una caricia en la mejilla, una palmada en la espalda…
Ahora, cuando mas se necesita empatizar con sus emociones, estar cerca de sus pensamientos, miedos, sueños, tenemos que transmitirles lo mismo, pero cambiando la forma, con menos contacto y sin olvidarnos de mantener la esencia.
Y, ¿cómo lo hacemos?, ¿qué nos queda?
Nos queda lo más importante que tenemos, lo que nos diferencia del resto y nos hace únicos, la palabra.
Nuestra voz, nuestro lenguaje, nuestro tono, se modifica instintivamente para dar palabras de ánimo, aliento, serenidad, enfado…
Somos dueños de nuestras palabras y ahora, si cabe, más que nunca, también de nuestras miradas. Los peques aprenderán a ampararse en ellas.
Y, por lo que a mí se refiere -y conmigo a tantos compañeros- en ese brillo de los ojos que me acompaña como maestra ilusionada… por seguir enseñando.
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