Con la cabeza dentro de la novela, Carmen leía avidamente en la biblioteca. Desde pequeña le interesó el lenguaje de los libros. Los libros, a diferencia de las personas, no le obligaban a hablar si no a atender. Por eso le resultaba tan placentero estar con ellos.
Por su parte, creía que las personas estaban llenas de anhelos, contradicciones, defectos, buenas intenciones… Eran arenas movedizas al albur de estados de ánimo cambiantes, a diferencia de las palabras sobre un página, que son estáticas. Además, la gente que conocía luchaban por su propio interés: vivían en pos de sus objetivos sin mirar a otro lado.
Le cansaba la sensación de no saber lo que guardaban las mentes de sus semejantes y, a la vez, dudaba de si pudiendo querría saberlo. A lo mejor le decepcionaba, pues estaba segura de que había personas mustias e insípidas hasta aburrir.
Pero, a la vez, quería encontrar a alguien más allá de la maraña grisácea de individuos preocupados por sus problemas, contentos por sus victorias y deseosos de estar con sus seres queridos. Quería conocer espíritus valientes y decididos, rebeldes, que tuvieran grandes historias que contar. Sin embargo, lo más cercano que se había encontrado eran fantasmas dispuestos a inventarse lo que fuera con tal de pasar una noche de juerga con una chica joven.
Cerró el libro y se levantó. De camino a su clase en la Universidad, llegó a la conclusión de que tener conocidos era como poder leer algunas páginas sueltas de un tomo, sin llegar a conocer toda la trama. Los amigos serían aquellos libros que podía leer casi enteros. La familia también tendría para ella una lectura casi total… pero le resultaba imposible leer lo que no está escrito.
El libro que mejor conocía era el suyo y estaba incompleto, porque una obra está compuesta de lo que cuenta… y había mucho de sí misma que ni siquiera conocía, como episodios de su infancia o errores de los que no había sido consciente. Su libro sólo tenía su versión, no todos los puntos de vista desde los que escribirse su propia historia. Tampoco contenía todas las maneras de narrarla.
<<Somos novelas que reciben una interpretación. Dependemos de quién recibe nuestro mensaje>>, se dijo mientras entraba en el aula.
Había estado tan absorta que había llegado tarde. El profesor le miró muy serio. Por eso, este capítulo en el libro de Carmen podría titularse: “Se me fue el santo al cielo». Sin embargo, en el libro personal del profesor se llamaría: «Otra vez he sido interrumpido por un alumno irresponsable».
Irina Galera
Ganadora de la X Edición
www.excelencialiteraria.com
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