Han pasado bastantes años desde que leí o escuché esta afirmación: “lo normal es que los humanos sólo ejercitamos un porcentaje muy bajo de nuestra inteligencia a lo largo de toda la vida”. No lo he olvidado porque tal cosa me pareció y me parece muy seria; quizá, no sea verdad, pero, si lo fuera, pienso que debe existir un modo por donde escapar de este maleficio.
Los test que miden el coeficiente intelectual de las personas sólo desvelan un número, su veredicto consiste en una cifra: conocerlo nos viene bien, pero nada más.
Interesa más que nada descubrir qué podemos hacer para sacar partido a toda nuestra capacidad intelectual, para exprimir a tope nuestro talento, sin que nada quede en barbecho.
Las ideas que se proponen a continuación proceden de mis estudios y lecturas, de mi experiencia profesional en el campo de la enseñanza y en la acción social. Y forman parte de mis convicciones. Son una propuesta que expongo a la reflexión de quien lea estas líneas.
El ejercicio mayor o menor de la inteligencia y el aprender más depende de uno mismo, de cada uno, y está en relación con la forma de vivir, con la dedicación a las tareas que se emprenden, con la calidad de las actividades que uno elige. Depende del aprovechamiento del tiempo y de su buen uso. El tiempo es el gran tesoro con el que contamos los humanos para desplegar lo que somos.
El otro factor importante que permite desarrollar inteligencia es el trabajo, porque trabajar bien supone poner en ejercicio muchas de nuestras cualidades, capacidades y recursos que, si no se ejercitan – ya sea por omisión, desatención, conformismo, apatía- las cosas no salen, salen chapuzas y la inteligencia se acorta en lugar de crecer. Al trabajar bien aprendemos, nos hacemos mejores.
La pereza es el mayor enemigo del conocimiento; también lo son el desinterés, la indiferencia, la indolencia: actitudes todas ellas pasivas y muy contrarias a la naturaleza, porque el ser humano es de por sí muy activo.
La inteligencia se activa y crece con el estudio, al aprender cosas nuevas, con la atención intensa a lo que se está haciendo, al resolver asuntos difíciles, al buscar soluciones que, en principio, no estaban claras; cuando se toman decisiones, se afrontan riesgos, se emprenden proyectos nuevos. Leer, observar, jugar, hacer deporte, contemplar la naturaleza, conversar, escuchar, pensar, preguntar: verbos que significan estar activos.
Además, conviene darse cuenta y reconocer que existe otro campo de la realidad al que se accede por la fe; por la fe conocemos realidades y verdades que no podríamos conocer si Dios hubiera permanecido en silencio, lejano y ajeno a las vicisitudes de la humanidad. Creer es conocer más de lo que por naturaleza es posible.
Un consejo latino dice, carpe diem (coge el día), es decir, aprovecha el día, vive intensamente. En la misma línea, aconseja un poeta griego: “no pretendas ser inmortal, pero agota el campo de lo posible” (Píndaro de Tebas).
Lo mismo dice la canción Para despertar a una paloma morena de tres primaveras de Joan Manuel Serrat, que anima a comenzar los días con afán de conseguir nuevas metas.
“De la libertad emana un imperativo: crece, sé mejor, sé hombre, porque todavía no lo eres”[1].
Estos ejemplos nos lanzan un mensaje fantástico, son un reto a vivir de acuerdo con lo mejor que en nosotros existe: la razón, la libertad, la alegría de vivir.
No cabe duda de que cursar una carrera o un Grado superior, hacer un master, escribir un libro, una tesis, un soneto; arreglar una cisterna o una lavadora, resolver un algoritmo, aprender física cuántica amplían la inteligencia, el conocimiento y el talento. Pero también el amor, la amistad y los buenos sentimientos activan y multiplican el talento, porque no estamos divididos en partes o compartimentos: somos personas que pueden conocer más sin restricciones, si queremos, si agotamos nuestro campo lo posible.
[1] L. POLO, Quién es el hombre, p.47. Ed Rialp. ISBN-10.
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