Sin duda, tener convicciones o ideas profundamente arraigadas con las que enfocar y vivir la vida, muestra que somos capaces de «pensar por libre» y nos permite actuar con autenticidad. Tener convicciones no significa, ni mucho menos, ser un fanático intransigente, un dogmático irracional que debería esconder su ética en la alcoba.
Tener una adhesión fuerte a ciertas convicciones no transforma a nadie en un ser extraño incapaz de dialogar y convivir en una sociedad democrática. Ni mucho menos, lo convierte en un peligro público.
Aunque puede parecer que he «cargado las tintas», la realidad es que desde los medios de comunicación y las redes sociales se nos transmite todo lo contrario cuando se debate sobre cuestiones de ciudadanía que encierran dilemas éticos. Se aboga por la separación radical entre ética privada y pública, se confunden tolerancia y relativismo o se identifican erróneamente las convicciones religiosas con el fundamentalismo intolerante.
Vamos a ver: tener, tener, todo el mundo tiene determinadas convicciones o ideas firmes. Esas ideologías mueven la actuación de cada cual. Es imposible no posicionarse ante cuestiones que afectan al «buen vivir y convivir».
Todo el mundo tiene determinadas convicciones o ideología que mueven su actuación. Es imposible no posicionarse ante cuestiones que afectan al “buen vivir y convivir”
El sentido cívico nos debe mover a preocuparnos e implicarnos, según nuestras posibilidades, en la formulación de las leyes que rigen nuestros derechos y libertades fundamentales u otras normas sobre el trabajo, la seguridad y convivencia en sociedad, el sistema educativo, etc., que respeten mejor nuestras ideas y valores. Para que las leyes y la gestión pública las tengan en cuenta, votamos a políticos que nos representen y hacemos uso de los mecanismos de participación que ofrece la democracia.
Ahora bien, cuando las personas que defienden esas ideas y valores tienen determinadas convicciones religiosas, ¿por qué algunos les consideran ciudadanos que estorban en el escenario democrático?
Fundamentalismo religioso y fundamentalismo laicista, dos caras de la misma moneda
Aplaudo el avance que ha supuesto la necesaria separación entre Iglesia y Estado en las sociedades democráticas. En ellas, la libertad religiosa es un derecho fundamental que el Estado debe proteger, de forma que nadie se vea forzado a actuar contra su conciencia ni se le impida profesar su religión de modo privado o público. Creer es una cuestión de conciencia que se puede manifestar públicamente con total libertad y respeto al orden público. Creer es una cuestión de conciencia que se puede manifestar públicamente con total libertad y respeto al orden público.
La libertad religiosa bien entendida, vivida y protegida, no hace daño a nadie ni genera crispación alguna en la sociedad, sino que forma parte con toda naturalidad del escenario democrático.
Sin embargo, el hecho de creer no da derecho a imponer a los demás que tengan por verdad lo que se profesa. Ser creyente no es lo mismo que ser dogmático. Una cosa es la religión y otra el erróneo movimiento religioso del fundamentalismo, que exige de forma intransigente el sometimiento a una determinada doctrina o práctica. Un ejemplo es el fundamentalismo de los estados islámicos que aplican la ley coránica a la vida social de forma estricta e impositiva, sin contar con la separación necesaria entre lo civil y lo religioso.
Es decir, una cosa es tener libertad para manifestar las creencias y otra, hacer de la convicción religiosa un argumento de autoridad para proyectar sobre la ética pública, determinados contenidos dogmáticos que pertenecen a otra esfera.
Dar por supuesto que el fundamentalismo es connatural a una religión es un prejuicio cultural. En realidad, es todo lo contrario. A quien más daño hace el fundamentalismo religioso es a la propia religión, pues desprecia la necesaria libertad para adherirse a ella, la vacía de su razonabilidad y oscurece el bien que aporta a las personas y a la convivencia.
El creyente está en igualdad de condiciones que el que no profesa una religión, cuando se trata de aportar libre y razonadamente lo que le parece bueno en asuntos relacionados con la dignidad humana, los derechos y libertades fundamentales y los principios básicos de la convivencia.
El prejuicio de considerar que las ideas de un creyente son parciales por definición y que hay que excluirlas del debate público sin considerar siquiera si atienden o no a razones, expresa un fundamentalismo laicista que pretende presentar sus convicciones aconfesionales como neutras, cuando en realidad no lo son.
Tanto el fundamentalismo religioso como el laicista representan formas extremas de rechazo del pluralismo y de la legítima separación entre las sociedades civil y religiosa.
El creyente está en igualdad de condiciones que el que no profesa una religión, cuando se trata de aportar libre y razonadamente lo que le parece bueno en asuntos relacionados con la dignidad humana, los derechos y libertades fundamentales y los principios básicos de la convivencia
Del mismo modo, cuando en una sociedad están separados Iglesia y Estado, la Iglesia como institución tiene el igual derecho a pronunciarse que cualquier otra entidad civil, asociación u organización, porque está comprometida en la defensa de la dignidad de las personas y del bien común. La Iglesia comparte su punto de vista sobre estas cuestiones como fruto maduro de una sabiduría milenaria que enriquece el debate público. Habla a toda persona, creyente o no, con una voz civilizada y razonable que no da gritos.
Dialogar desde las convicciones hace madurar la democracia
El debate sobre ideas controvertidas dentro del marco correcto forma parte de los valores de una democracia. Sin embargo, en la complejidad de las sociedades plurales y multiculturales es difícil reclamar un consenso compartido por la mayoría sobre ese tipo de cuestiones.
Para afrontar este reto, se busca una concepción pública compartida de la justicia en una sociedad de ciudadanos libres e iguales ante la ley. Bien, ¿pero significa esto crear un espacio público éticamente neutral? Es evidente que no, pues el hecho de hacer justicia siempre está ligado a un determinado concepto del bien y de sus valores. El ejercicio del derecho público y los derechos sociales se liga a un determinado concepto del bien común.
Andrés Ollero, catedrático de Filosofía del Derecho, lo explica en el artículo «Las convicciones morales de los ciudadanos dan vida a la democracia»: “Siempre que el derecho actúa, salvo en cuestiones que sean de verdad meramente procedimentales, está imponiendo un determinado concepto del bien porque, en el fondo, lo justo presupone siempre un concepto de lo bueno”.
Tener convicciones es un ejercicio de libertad y, en democracia, todo ciudadano también es libre de proponerlas mediante un debate razonable y respetuoso, sin imponerlas. Estar convencido de lo que es bueno para vivir y para convivir e intentar aportar esas ideas a la vida social, no es ningún peligro público. Al contrario, significa enriquecer la sociedad con unos valores éticos positivos.
Tener convicciones es un ejercicio de libertad y en democracia todo ciudadano es libre de proponerlas mediante un debate razonable y respetuoso, sin imponerlas
Ser capaces de un diálogo tolerante a partir de las propias convicciones, es síntoma de madurez democrática. Aunque en asuntos complejos sea difícil llegar a un consenso y muchas veces no se consiga, conocer otros puntos de vista siempre ensancha la libertad de opinión y de elección.
Desprecio al debate parlamentario y social en la tramitación de la ley de eutanasia en España
Tristemente, no es la actitud de los políticos en la actualidad de la sociedad española, que pretenden la aprobación exprés de una ley para regular una situación tan compleja como la eutanasia. Lo explica en el un magnífico artículo Rogelio Altisent, Director de la Cátedra de Profesionalismo y Ética Clínica de la Universidad de Zaragoza y presidente del Comité de Bioética de Aragón:
Se ha iniciado el trámite de una ley de eutanasia por la vía procesal más veloz que la técnica legislativa permite, sin necesidad de comparecencias ni de informes de los organismos asesores del Estado (Rogelio Altisent presidente del Comité de Bioética de Aragón y Director de Cátedra de la Universidad de Zaragoza)
Este procedimiento exprés para tramitar la ley de eutanasia en España también ha impedido la transparencia de la información al no permitir comparecencias ni informes de los organismos asesores del Estado. Además, adelanta por la derecha el desarrollo de una ley de cuidados paliativos con dotación presupuestaria, desoyendo las reivindicaciones sobre este asunto desde hace más de veinte años, de las asociaciones y organizaciones médicas y sanitarias. Esto supone una mayor coacción para los enfermos terminales.
La experiencia de atención a estos pacientes que recogen dichas organizaciones y los datos de varias investigaciones avalan que una ley de cuidados paliativos es la necesidad más básica. Compartí algunos de esos datos en el artículo ”Una historia real que cambiará tu forma de vivir… y de morir”.
Cómo construir una ética pública de consenso
No puede existir diálogo si no se tiene claro qué es verdad o mentira, qué es bueno o malo. Ya es un peligro para la democracia, la falta de convicciones en personas influenciables que cambian fácilmente de opinión y de valores. No obstante, el verdadero peligro para la democracia son las personas corruptas que solo buscan su conveniencia. A estas les da igual cambiar de opinión y de valores, porque no les importa el bien común.
Son casos de corrupción ética que conducen a configurar la ética pública como un capricho mayoritario y relativista, que socava el verdadero diálogo y consenso democráticos.
En una democracia pluralista, el consenso en cuestiones ideológicas no se puede resolver en base a una ética neutral centrada en el buen funcionamiento. Asimismo, la solución certera no es el relativismo.
La construcción de un verdadero y sólido consenso requiere valorar qué elementos éticos se proyectan sobre lo público y a través de qué procedimientos
La construcción de un verdadero y sólido consenso requiere valorar qué elementos éticos se proyectan sobre lo público, a través de qué procedimientos, y en qué medida existe derecho a impedir que determinadas personas o instituciones puedan aportar sus propios valores sin romper con ello las reglas del juego democrático. Algo difícil, pero posible.
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