Reconozco que después de ver -y sufrir- Hasta el último hombre pensaba que uno de los grandes valores del cine es ayudarnos a descubrir historias y personajes que desconocemos. Porque reconozco también que, cuando entré en la sala de cine a las 10 de la mañana de un jueves de noviembre (los críticos de cine vemos películas a esas horas) para ver Hasta el último hombre, no sabía absolutamente nada de Desmond Doss. El protagonista de esta película. Un joven americano que decide alistarse en el Ejercito para luchar en la II Guerra Mundial. Sus fuertes convicciones religiosas -y un pasado familiar que compensa no desvelar para quien vea la película- hacen que se aliste con una “extraña” condición: no tocar un arma. Desmond Doss quiere servir a su país pero no quiere matar; es, en definitiva, un objetor de conciencia. Uno de los tres objetores de conciencia que tienen la Medalla de Honor de los Estados Unidos, que recibió del presidente Truman en 1945. Su participación en la guerra, y en concreto en la sangrienta batalla de Okinawa fue definitiva. Doss, que tuvo que sufrir la incomprensión, las bromas e incluso la persecución de sus compañeros y superiores que lo querían fuera del Ejercito, demostró que su decisión de no levantar un arma estaba lejos de toda cobardía. En Japón arriesgó más que ninguno. Y gracias a su valentía y a su fortaleza -física y sobre todo mental- salvó la vida de varias decenas de compañeros. Esos mismos que le querían fuera.
Doss, que tuvo que sufrir la incomprensión, las bromas e incluso la persecución de sus compañeros y superiores que lo querían fuera del Ejercito, demostró que su decisión de no levantar un arma estaba lejos de toda cobardía.
La historia es apasionante y diferentes productores persiguieron a Desmond Doss para que cediera los derechos (allí no se puede disponer de las historias ajenas a voluntad, cosa que sí sucede en España) y llevar su vida a la pantalla grande. Doss, por coherencia “existencial” -siempre se comportó con humildad en relación a su “hazaña”-se negó durante 50 años. Afortunadamente, el militar tuvo una larga vida y, al final, convencido por algunos que le insistían en que no se podía olvidar su historia, accedió. Y en buena hora, porque en estos tiempos de pensamiento débil y acciones más débiles aún, necesitamos recordar sucesos como estos. Como diría Mecano, andamos justos de héroes. Sufrimos una anemia severa de héroes. Y Hasta el último hombre es un chute en vena de heroísmo.
Pero además de rescatar del olvido una historia heroica, estamos ante una película sobresaliente. Me explico. Se suele decir, con razón, que una buena historia y unos buenos personajes son imprescindibles para construir una buena película. Pero no son los únicos elementos necesarios. La Historia del cine está llena de películas mediocres basadas en magníficas historias.
Mel Gibson (que después de una década aciaga -en lo personal y lo profesional- puede recuperar la fama de solvente cineasta con este título) dirige con mano de hierro y con algunos destellos de auténtica genialidad un drama bélico que entronca -por su hondura moral y su magnífica producción- con los clásicos. El mérito no es solo suyo, sino de unos productores que llevan años persiguiendo a Gibson porque pensaban -con razón- que era el director más dotado para llevar a la gran pantalla esta historia. También de unos guionistas que supieron convertir un poderoso conflicto religioso en un jugoso relato muy bien trazado. Y de un Andrew Garlfied -¡qué gran elección de casting cuando se descubre al verdadero Desmond Doss!- que pasó tres meses imbuido en el personaje y que borda su interpretación. Y el de un equipo de efectos especiales y montaje que hace que sintamos la metralla en el cuerpo en la larguísima escena (excesiva como lo es siempre la violencia de Gibson) de la batalla en el acantilado de Okinawa. En definitiva, Hasta el último hombre es una película de equipo, una auténtica labor de orquesta… tan afinada, tan rotunda, tan sobrecogedora que, cuando termina, solo queda aplaudir al que lleva la batuta.
Ya he dicho que la película es violenta, a ratos, monstruosa e incluso ofensivamente gratuita. Se lo perdono a Gibson. Y se lo perdono porque, cuando las luces se encienden y las bombas y granadas se silencian, te das cuenta de que no has visto fuegos artificiales. Que la película -gracias también a esos créditos finales que demuestran la exquisita fidelidad a la historia verdadera- hace que te quedes con lo importante. Con un héroe que mostró, primero su coherencia, y después su valentía. Con un hombre que, en el fondo, nos lleva a pensar que una sociedad donde se respeta la objeción de conciencia es una sociedad mucho más sana, mucho más fuerte. Y, al contrario, arrinconar este derecho humano -por razones de consenso, eficacia e incluso de conveniencia- es un atajo que conduce a una civilización a su muerte moral.