Isabella Lucy Bird nació en Boroughbridge en 1831, y a pesar de ser una niña enfermiza llegó a ser una gran exploradora, escritora, fotógrafa y naturalista del siglo XIX. A pesar de que no medía más de metro y medio, su carácter indómito la llevó a ser capaz de navegar por pantanos infestados de malaria, con el parasol en la mano, o bien escalar montañas acompañada de un séquito extenuado, fundar el hospital John Bisop Memorial (en honor a su marido) junto a Fanny Jane en Srinagar y ser la primera mujer reconocida por la Royal Geographical Society.El padre de Isabella, el reverendo Bird era un religioso y un protestante sabbatarian, es decir, defendía la abolición del comercio en domingo. Al igual que su hermana, Isabella fue educada en casa, como la niñas de aquella época, sin embargo, viajó muy joven a Estados unidos para cambiar de aires y como solución a sus problemas de salud. Los viajes la acompañarían así toda la vida, y el entusiasmo con los que los afrontaba se convirtió en la medicina para su salud. Tan pronto como Isabella emprendía un viaje, se recuperaba, volviendo a recaer a la vuelta, destinando los periodos entre viajes a escribir.
Como anécdota podemos decir que tomaba alcohol con fines curativos, como cualquier victoriana de aquella época, escribiría “tomo vino a las 11, almuerzo y cerveza a la una, vino a las 4 si vamos conduciendo, cena y cerveza a las 6, vino de té y cama a las 9”. Su histerismo para recuperar la salud la llevó a sacarse todos los dientes para curarse de una infección generalizada. Como beber no solucionaba nada, en 1872, ya desesperados los médicos le recomendaron que hiciera un viaje largo. Tenía 41 años.
Su papel de escritora de viajes la hizo sentirse segura, además de considerarse feliz por ser una desconocida donde fuera.
En 1856 escribió «Una inglesa en América» y «Aspectos de la religión en Estados Unidos», pero consiguió su reconocimiento como escritora de viajes, viajera y comentarista inteligente y perspicaz en 1879, después de su libro «Una mujer en las montañas rocosas».
Isabella figuraba siempre en la lista de publicaciones de John Murray, esta editorial familiar estaba especializada en autores excéntricos y fue amiga personal de ellos. Cuando volvía y empeoraba, la volvían a mandar a algún viaje. Así John Murray IV la envió a un periplo por Asia, Egipto Y tierra Santa, con paradas en Nueva York y San Francisco.
A pesar de los inconvenientes que en aquella época tenían los viajes de este tipo para una mujer, estos eran un antídoto para sus enfermedades, por lo que pasó la mayor parte de su vida viajando. Fue una de las primeras viajeras independientes en Japón, y probablemente una de las primeras mujeres en viajar solas hacia el norte, cuya cultura y modales le impresionó grandemente, como escribe en sus libros.
Un año después de este gran viaje, muere su hermana Henrietta de tifus, y casi para superar la tristeza que supuso su muerte, Isabella se casó con el médico de su hermana, ella tenía 50 y el 40. Sin duda sería una boda extraña, ya que ella vistió de negro y encargaron las invitaciones en papel de la funeraria, pero todo en ella era un tanto original. Su marido murió de anemia en 1886.
Fue una pionera en esto de las grandes aventuras ya que estuvo en países donde apenas habían viajado europeos, y menos mujeres. Entre los años 1894 y 1897 estuvo durante 15 meses en China, pasando 8 de los mismos en el Yangtsé, sus afluentes y las regiones que estos bañan. Navegó a Shanghái cuatro veces, y como ejemplo de su atracción por lo asiático escribiría “todos los días son un festival en Asakusa”, sintió gran fascinación por las vistas de Senso-ji, y viajó en todo tipo de embarcaciones, unas japonesas, en un navío de Canadian Empress Line, una vez desde Hankóu en una cañonera holandesa transformada y en un barco de vapor coreano.
Revelaba las fotos durante los viajes, a bordo de los barcos y lavaba el liquido fijador de los negativos desde la borda. Parece ser que empapelaba las paredes de su cabina con periódicos, colgaba cortinas de fino algodón y dormía envuelta con su abrigo de pieles. “La noche proporcionaba el cuarto oscuro” para el revelado, escribe ella misma en «El valle del río Yangtsé y más allá« , “el majestuoso Yangtsé suministraba agua corriente. Un cajón servía de mesa, lo demás no era imprescindible”.
En tierra viajaba en una silla de manos, a hombros de tres porteadores, alojándose en posadas o casas y cuando se quedaba sin ropa vestía con trajes chinos y zapatos de paja, mientras que su equipaje era llevado por porteadores en hondos cestos de bambú cuadrados.
Sus fotografías recogen ampliamente la vida de esas tierras, reflejando desde una mujer pidiendo limosna a las figuras de soldados con sus trajes, palacios o paisajes. Conoció a mucha gente y llegó a comunicarse con ellos a pesar de la barrera del lenguaje e incluso de la actuación de los poderes públicos, que no veían con buenos ojos a estas viajeras victorianas a las que sin duda considerarían excéntricas y un poco locas.
Viajaba en una silla abierta al aire, esto horrorizó a la gente, que lo entendió como una provocación, como ella misma narró “y más de 2.000 hombres acudieron hacia mí desde una y otra orilla de guijarros, armados con palos, entre gritos de extranjera endiablada y comedora de niños”, tirándole piedras.
A pesar de estas anécdotas, su concepto de los orientales nunca cambió y hablaba a menudo de su hospitalidad, reconociendo que por ejemplo, la población del rio Yangtsé era una de las más pacíficas y trabajadoras de la tierra.
En 1892 viaja a Australia, lugar que no le gustó, yendo después a Hawaii (conocido en Europa como las islas Sandwich), también estuvo en Corea y Pakistán.
En 1892 se reconoce oficialmente todo su trabajo al hacerle miembro con el título de Fellow de la Royal Geographical Society. Como mujer tuvo que soportar las críticas de algunos medios como la revista Punch:
“¿Una mujer exploradora?¿Una viajera con faldas? La idea resulta un poquito demasiado seráfica: Que se quede en casa a cuidar los niños, o a zurzir las sábanas, Pero no puede, ni ha de ser geógrafa”.
Sin embargo, todo el trabajo y entusiasmo de Isabella, abrió el camino a otras mujeres no sólo como ejemplo, sino que en los últimos años llegó a tener relación con los poderes públicos que antes la habían ignorado. Su relación con Charles Darwin fue de iguales y actuó como asesora del entonces primer ministro, William Gladstone, también habló en la Cámara de los Comunes, y fue recibida por la reina Victoria.
Finalmente murió en Edimburdo con 72 años, con las maletas preparadas para el próximo viaje, pero cuando ya tenía 70, seguía montando a caballo en la cordillera del Atlas.
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