El pasillo se había convertido en un imaginario campo de fútbol, con una simulada portería que nos introducía en el cuarto de baño. El rectángulo de juego apenas alcanzaba los tres metros cuadrados: una inmensidad, después de dos meses de confinamiento entre las paredes del piso. Sebas había convertido aquel pequeño reducto en su territorio privado, una Rosaleda virtual, tan solo invadida cuando otro miembro de la casa quería pasar al lavabo. «No golpees muy fuerte», le decía el padre, con comprensión; «ten cuidado con las paredes», le sugería la madre. Los dos comprendían que su hijo, de apenas ocho años, tenía que desfogar por algún lado.
El pasillo, con todas las puertas cerradas, iluminado nada más que por la luz que salía de la puerta entreabierta de su habitación, se recubría de un halo de soledad y misterio, en el que Sebas se recreaba con su desbordante imaginación: levantaba los brazos, cuando conseguía dirigir la pelota a la escuadra superior de la puerta… avanzaba desde el fondo, regateándose a sí mismo y colando un gol de tacón… e incluso, se imaginaba abrazado por el resto de jugadores del equipo, simulando un abrazo virtual… Levantaba las manos, alargaba su cuerpo en un salto y se decía: «¡Bien, bien…! Gol, gol…, hemos ganado…». Y se sentía como un gigante, estrechado por la mano de Messi.
A veces, cuando el clímax de su partido coincidía con las ocho de la tarde, imaginaba que todos los aplausos del barrio iban dirigidos a su magnífico gol… Tan sólo le devolvía a la realidad la voz de su padre: «Sebas, ven a la terraza, vamos a aplaudir a los médicos…». En un silbido imaginario, él mismo decretaba el descanso. Con confianza, dejó el balón detrás de la puerta de su cuarto, lejos de la portería, la puerta más usada del piso. Tocó con fuerza en la habitación cerrada, junto a la suya:
– «¡Vamos a aplaudir!».
La voz del padre les reclamaba a todos para la cita del aplauso: «¡Vamos Teresa… ven, te esperamos!».
A veces, cuando el clímax de su partido coincidía con las ocho de la tarde, imaginaba que todos los aplausos del barrio iban dirigidos a su magnífico gol… Tan sólo le devolvía a la realidad la voz de su padre: «Sebas, ven a la terraza, vamos a aplaudir a los médicos…».
María, que se afanaba en la cocina, desde la otra esquina del salón, salió recogiéndose el delantal y alisándose el pelo, que se de forma misteriosa se iba plateando. Su sonrisa, forzada, disimulaba su cansancio; renovó su entusiasmo y se situó junto a su marido, que desde el salón fue el primero que alcanzó la terraza. Juan, sin apagar el ordenador que le mantenía conectado al trabajo, pendiente de la zozobra informativa, desde el improvisado despacho de la amplia mesa del salón. Despacho que abandonaba para llegar a la cocina y compartir con su esposa las últimas estadísticas, a cambio de un pequeño aperitivo.
El batín revestía a Juan de visos de dignidad y autoridad ante la convocatoria familiar, aguardando la llegada de sus seres más queridos; presidía la pequeña terraza como un patriarca protector. La esposa cogió las manos del marido, aguardando la llegada de los hijos:
– «Juan, cómo pasa el día… a veces se me hace largo… otros no me doy cuenta y puff: las ocho de la tarde…».
– «Sí, el tiempo es distinto… no tenemos urgencias… pero a mí, a veces me falta… estamos trabajando más que si estuviésemos realmente en la oficina», comentó el.
– «Los niños lo llevan demasiado bien… son ya, casi dos meses…», suspiró la madre.
– «A veces, veo triste a Teresa…», insinuó Juan.
– «La edad…, anda con los amores; creo que hay un chico de la Facultad, es un curso mayor, está en segundo…», compartió la confidencia, mirando de reojo por si se aproximaba su hija.
– «Sebas bastante bien… Qué oportuno fue el regalo de tus padres para su cumpleaños… el balón destrozará el pasillo y las puertas…. pero ya pintaremos… ¡Y si al final, sacamos un futbolista…! Qué pasión por el futbol y que imaginación para jugar solo a un juego que necesita veintidós…». Sonrió.
Sebas, llegó jadeando hasta la terraza, alcanzando su puesto privilegiado entre sus padres. Juan, con complicidad, le insinuó:
– «¿Quién ha ganado hoy, Sebas?… ¿Cuántos goles has marcado?…». El niño fingiendo la inocencia, le responde:
– «Yo… he ganado yo…. he colado tres goles… y uno de cabeza… Hemos machacado al Madrid». Una sonrisa cómplice de los dos hombres, dirigía la mirada hacia la madre, que esbozó una sonrisa de orgullo.
– «Teresa, te esperamos… hija, ven». Invitó el padre.
En unos minutos, con parsimoniosa lentitud, Teresa abría la puerta e invadía el terreno de juego, atravesando el pasillo; con cara fatigada, abandonaba momentáneamente su confinamiento voluntario, y por solo unos instantes consentía en ser infiel al portátil de los deberes y al whatsaap de sus devociones. Llegó hasta el lavabo, violando la portería imaginaria de Sebas. Después, como haciéndose rogar, llego a la terraza, bajo la mirada cómplice de sus padres, embelesados de la belleza e inteligente bondad de su hija: ella, se sentía arreglada, como si a su terraza estuvieran apuntando todas las cámaras de televisión.
Sebas la acogió en la terraza con una sonrisa:
– «Teresa es la más guapa… y ondeo su bufanda del Málaga…». Teresa se repuso, mirando a su hermano pequeño, al que tanto quería, con quien tanto peleaba:
– «Este niño está loco… dando golpes con la pelota… y unos gritos… parece que ha ganado el mundial… Y los deberes, qué…».
– «Y tú, todo el día con el whatsaap…», de defendió Sebas, sabedor de que la mejor defensa es siempre un ataque:
– «¡Teresa, tiene novio!, ¡Teresa tiene novio!…!». La niña, no tan niña, hinchando su pecho, maquilló involuntariamente sus mejillas con unos redondeles rojos, a la vez que su mano pellizcaba el brazo del hermano. La madre poniendo paz, antes de que comenzara una ficticia guerra de aficiones y edades, con voz dulce insistió, adelantando el reloj unos minutos:
– «¡Vamos a aplaudir, son las ocho».
El aplauso ritual que la familia dirigía cada tarde a todos los que hacen posible la vida, más allá del confinamiento, se convertía para Juan también en una oración de súplica a Dios, que quedaba en el secreto de su corazón: «Protege a mi familia», le salía instintivamente. Y razonaba: «Cuídanos a todos, Señor… a todos… a esta humanidad dolorida…, que pase ya esto…». Cada tarde, la estrecha terraza, con los cuatro entrelazados se alargaba y parecía elevarse hasta el cielo.
Sebas, comenzó a disparar su batería de preguntas:
– «Papá, ¿hasta cuándo vamos a tener que aplaudir….?». El padre posó su mano sobre su rubia cabeza:
– «Hasta que podamos salir a la calle, ir a ver a los abuelos… y bañarnos en la playa…». Las metas le parecieron muy lejanas.
– «Y ¿quién ha mandado que aplaudamos…?», preguntó abriendo sus ojos. Le miró el padre:
– «Nadie, Sebas, nadie… hay cosas que no las manda nadie sino que salen del corazón. Y lo que sale del corazón es lo que consigue más seguidores… Empezó uno, le siguió el vecino, luego el barrio, la ciudad, todo el país… toda Europa… y hasta todo el mundo… es el aplauso más grande de la historia…». El niño abrió aún más sus ojos, y volcó su siguiente pregunta:
– «Es un aplauso tan grande como si todos hubiésemos ganado la Champions… no sólo el Barcelona, sino también el Madrid, el Manchester, el Bayer… y todos el mismo año….». El padre sonrió… Y ensanchó su fantasía:
– «Imagina que un día, tú, jugando en el Barsa, ganas la Champions… yo te aplaudiré, el barrio te aplaudirá y dirá: ¡es mi vecino!… ¡yo le vi jugar de pequeño!…». El niño, se alzó sobre las puntillas de sus pies, y volvió a la carga:
– «¿Y por qué aplaudimos a los médicos y a las enfermeras si ellos no nos ven…?». La madre entró en liza, aliviando al esposo:
– «Hijo, cuando los aplausos salen del corazón, los llevan el viento hasta las personas a los que los dirigimos… aunque estén muy lejos… Los médicos, las enfermeras, todos los que trabajan en los hospitales son como unos héroes de los que desconocemos muchos nombres… Ellos se merecen un aplauso. Ellos ponen sus vidas en riesgo por la vida de los demás… Gracias a ellos, con la ayuda de Dios, saldremos… Veremos a los abuelos, y nos bañaremos en la playa». Las metas, ahora, en el imaginario de Sebas, les parecieron más cercanas.
«Hijo, cuando los aplausos salen del corazón, los llevan el viento hasta las personas a los que los dirigimos… aunque estén muy lejos.
El ritual de la terraza se cerró con un beso familiar. Los padres se besaron, Sebas se dejó besar y Teresa tensó, como un arco, su cuerpo, queriendo imponer su incipiente independencia, que terminó después de la cena acurrucada en el sofá en el regazo de su madre. Mientras, Juan llevó al futbolista hasta la cama, retiró el edredón con el escudo culé, pasó revista a los poster de sus ídolos y lo dejó descansar, bajo la mirada de una hermosa Virgen con el Niño, y un póster inexpresivo de Messi. Y el balón reposaba, marcado por unos libros.
El padre salió de la habitación, respirando profundamente. Se sintió aliviado de las preguntas… Juan, volvió al sofá, junto a María y Teresa. La hija, volcada en el regazo de la madre; la esposa con la mano entrelazada del esposo. Una tibia conversación comentaba las últimas cifras… Juan daba ánimos:
– «La curva va descendiendo…». El cansancio desconectó la TV. La retirada a los dormitorios se selló con un beso de la hija a la madre, con un arrechucho del padre a su hija, contemplando orgulloso su bello rostro, gozando de su limpia bondad. La noche cerró el día con la parsimonia del aburrimiento, que deja a todos los relojes sin sentido: las horas se alargan en miles de minutos, los días pasan sin noches, las tardes sin mañanas y los segundos duran más que un suspiro. El sueño se convierte en el mejor aliado.
Los primeros rayos de luz encontraron a María en la cocina y a Juan ya predispuesto en el despacho virtual del salón. El silencio se quebró con una súplica:
– «Juan, el desayuno ya está…». Lentamente, paseó sus ojos del ordenador hasta la ventana… Se levantó, como un ritual, se adentró en la cocina:
– «Gracias, María», confirmó con un beso. El desayuno en silencio vaticinaba otro nuevo día, igual que el de ayer, tan solo con la novedad de una nueva confesión de amor.
La tarde iba ocupando sus horas, lentamente. Se desarrolladla, con disciplina casi militar, el guión preestablecido: María, releía una vieja novela en el sofá, junto a Juan, que seguía pendiente de las demandas de trabajo del ordenador; Teresa, en la confinación voluntaria de su cuarto, entre los deberes de su portátil y las devociones de su whatsaap. Sebas, recluido en su campo de juego, en sus dominios del pasillo de la casa. De pronto María susurra:
– «No se oye al niño… ha dejado los pelotazos… Cuando está en silencio, me da miedo…». Ponen atención, perciben un ruido como de sirena simulada proveniente del pasillo. Juan se levanta:
– «Voy a ver que hace este enano…. su imaginación es un peligro».
Abriendo la puerta del salón al pasillo, se adentró en el campo de juego. Quedó sorprendido ante la visión: Sebas había abandonado su camiseta blaugrana por una camiseta blanca; su balón reposaba abandonado cerca de la puerta de su cuarto. Los cordones unidos de los viejos tenis le habían proporcionado una cuerda, unida a una vieja caja de zapatos en la que había vendas, algodón, un bote de alcohol, la mercromina… En un lateral había escrito, con letras grandes y desproporcionadas: «AMBULANCIA»… Todo un convoy movido por la imaginación. Con su boca infantil simulaba el ruido de una sirena. El padre, sonrió:
– «Sebas, ¿se ha lesionado Messi?…». El crío, con la ingenuidad de sus años, respondió:
– «No, papa, yo ya no quiero ser futbolista…». Y sonrojándose, confesó como una hermosa traición:
– «Yo quiero ser médico…».
La madre, que había acudido a la llamada de la sirena infantil, apretó a su hijo sobre su regazo. Juan, simplemente volvió la mirada, para disimular una lágrima. Teresa apareció en escena.
Aquella tarde, a las ocho, desde el púlpito de la terraza, Sebas, sin palabras pero con los ojos brillantes de emoción, proclamaba a todos su decisión. Teresa, discretamente se retiró a un segundo plano. Juan, apretó sobre sí la cabeza de su hijo:
– «Sebas…. ¡también te aplauden a ti…!».
Al personal sanitario, con reconocimiento y agradecimiento.
¿Qué te pareció este artículo? Deja tu opinión: