La fiesta de Santa María de la Victoria nos trae siempre el recuerdo de que hay que comenzar de nuevo. En Málaga, la fiesta de nuestra Patrona se convierte en frontera virtual que separa del descanso del verano y nos adentra en el ritmo de trabajo del nuevo curso. Como cualquier estudiante, todos nos afanamos en tener las mochilas dispuestas. Sí, se ha terminado el verano más extraños, quizás, de nuestra vida: con bañador y mascarilla, y abrimos un nuevo curso, que en septiembre toma impulso y en octubre adquiere el ritmo necesario.
Pero este curso comienza con un andar cansino: ni hemos descansado lo suficiente, aunque a lo mejor no hemos hecho nada ni sentimos nuestra mente tan despejada, aunque hayamos contemplado muchos paisajes abiertos y hayamos dedicado muchas tardes a simplemente «dejar la mente en blanco». ¿De dónde viene este cierto agotamiento, más sicológico que físico? De la incertidumbre.
La incertidumbre es una mala compañera de vida y de viaje: no saber qué va a pasar «cansa» y no poder preverlo todo, «agota». Sí, la incertidumbre es la palabra tabú en las previsiones de todos: desde el gobierno, el ama de casa y hasta el cura. Cada uno de nosotros programamos la vida y sus eventos, diciendo interiormente, incluso comentando con tono confidencial: «si nos deja el virus». Quizás la pandemia nos ha hecho más conscientes de que nosotros vivimos la vida pero no la dirigimos del todo.
La incertidumbre se define así: «falta de seguridad, de confianza o de certeza sobre algo, especialmente cuando crea inquietud». Todos estamos rodeados de ella: no nos sentimos seguros en nuestras decisiones; faltos de confianza y certeza sobre el mañana y el final de esta pandemia; y todo esto, crea una especial inquietud, una cierta desazón que genera un tono vital triste, a veces, incluso avinagrado: la mascarilla ha borrado muchas sonrisas. La incertidumbre puede generar dos actitudes igualmente negativas: paralizarnos por el miedo o bien dejarnos llevar por la despreocupación y la negligencia. Valen dos caricaturas: querer salir a la calle con un traje de buzo o, por el contrario, llevar una mascarilla en el codo, con un cigarrillo en la boca.
La incertidumbre se define así: «falta de seguridad, de confianza o de certeza sobre algo, especialmente cuando crea inquietud».
¿Cómo combatir la incertidumbre? Con una virtud que nos reviste de elegancia: la prudencia. Podemos definirla así: «capacidad de pensar, ante ciertos acontecimientos o actividades, sobre los riesgos posibles que estos conllevan, y adecuar o modificar la conducta para no recibir o producir perjuicios innecesarios«. La prudencia es una de las cuatro virtudes cardinales – junto a la justicia, la fortaleza y la templanza- y nos aporta un instrumento esencial para vivir bien: «discernir y distinguir lo que está bien de lo que está mal y actuar en consecuencia». La prudencia está equidistante del miedo y de la negligencia. Nos da un sano equilibrio para afrontar este tiempo de inseguridades y poder mirar el futuro, a pesar de la prudente mascarilla, «a cara descubierta».
Y es verdad que la prudencia suele reclamar la experiencia: suele ser más prudente la persona madura que el joven. Esto no debe llevarnos a una condena indiscriminada de la juventud por imprudente, sino a un reclamo a la responsabilidad de que nuestra experiencia de personas maduras se convierta en enseñanza amable para implantar esta virtud en los jóvenes.
Nuestra parroquia ha vivido un verano atípico: con primeras comuniones en agosto y septiembre; con bautizos en viernes, al anochecer; con más misas y menos feligreses por el aforo; con visitas asiduas a enfermos que provocan especial alegría porque la edad se resiste al abandono; con más funerales pendientes por entierros casi clandestinos… y, muchas tardes, hemos saludado la tristeza, cuando hemos recordado a los que nos han abandonado: hemos contabilizado la falta presencial de 16 rostros concretos en nuestra comunidad parroquial; rostros que ahora nos contemplan con una sonrisa desde la ventana del cielo. Y más trabajo en Cáritas con nuevos visitantes, agobiados por la necesidad… El virus ha borrado muchos empleos.
Vamos a comenzar un nuevo curso. Hay que comenzar de nuevo. Pero no hay que comenzar de cero: la experiencia nos debe hacer más prudentes. El inicio de curso nos invita a programar, a caminar con un proyecto, unos objetivos y unas metas. Caminar con proyecto nos ayuda a poner nuestros pasos en el camino adecuado, valorar el ritmo de la marcha y poder revisar el fruto alcanzado o, en su caso, corregir los posibles errores cometidos. Programar nos exige fijar nuevos objetivos y desarrollar las actividades que los lleven a término.
Septiembre siempre nos interroga: ¿qué vamos a hacer en este nuevo curso que Dios nos regala? Un deseo: ¡que no nos paralice la incertidumbre sino que caminemos a buen ritmo, escoltados por la prudencia! Nuestros programas, son sólo medios para que el Evangelio de Jesús llegue a todos: el Maestro es quien nos lleva de la mano. Si caminamos junto a él, vamos en buena dirección. Invoquemos a la Virgen con una de las letanías del Rosario: Virgen prudentísima. Ruega por nosotros.
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