‘Cambio’ es un término manoseado en según qué ambientes. Leí el otro día una afirmación, tan estrambótica como absurda, del rico empresario Elon Musk: «Con 80 horas de trabajo a la semana se puede cambiar el mundo«.
Gurús del marketing, políticos, famosos, oradores y conferenciantes, encantadores de serpientes de sectas, etc. pronuncian ¡Cambio! como si la vida nos fuera en ello.
Y además, se atreven a decirnos en qué hemos de cambiar.
El grito retumba en eco, como si las brujas de los celtas astures se asomaran desde las montañas: Cambiooooo, cambioooo, cambioooo…
Pero ya se sabe qué es el eco: el sonido que rebota en las paredes y se va repitiendo, repitiendo, repitiendo hasta que empequeñece y ¿qué queda? Silencio.
Los cambios reales no vienen porque unos cuantos iluminados quieran, sino porque nosotros mismos vemos la necesidad. Y cuando la mente detecta un bien posible, la voluntad va detrás y en el corazón, como motor impulsor, brota una llama cuyo nombre es: esperanza.
Lo cierto es que el ser humano es reacio al cambio. Pero más cierto aún es la capacidad de superación e ilusión de la naturaleza humana.
Cambios buenos y cambios necesarios
Los cambios grandes, los de «de verdad de las buenas», sea en lo personal, familiar, laboral, político o social, sólo son posibles cuando se ven metas claras. Ahí se activa y ejercita la voluntad y sobre todo, cuando aceptamos no ir por libre, sino acompañados.
Cuando se opta por dejar de lado los personalismos, apostando por la unión de personas a través de una buena comunicación, de interacciones, iniciativas, para lograr esa meta común.
Optar por cambiar algo para mejorar una situación, un proyecto o algo personal supone disciplina, humildad y adaptación.
Disciplina, para reconducir hábitos, ni buenos, ni malos, pero conducirlos a algo mayor que yo.
Humildad, porque se produce la sensación de que «pierdo algo mío», si acepto esto o lo otro, o a esta o aquella persona que antes no existía para mí, o a esta o aquella reforma o idea.
Adaptación, porque los ajustes se transitan en pequeñas crisis, por lo general, las crisis anuncian algo mejor que lo vivido u obtenido hasta ahora. Y ese periodo de crisis es requisito indispensable para llegar al fruto maduro.
El cambio real implica amplitud de miras, apertura, escucha, flexibilidad, cuando aparecen nuevos elementos… o personas, que nos incomodan porque sí y ya, sin saber bien la razón. O molestan más bien a nuestro orgullo, amor propio y soberbia, compañeras indeseables de por vida.
En realidad cuando surgen ideas, pensamientos nuevos, iniciativas, o personas nuevas en nuestro entorno, siempre se anuncia algún tipo de cambio, por minúsculo que sea. La primera reacción, casi instintiva incluso inconsciente, es de rechazo, ¿por qué? porque sacude nuestra comodidad, el «yo soy así» o el «yo hago las cosas así».
A veces quizá, en las relaciones humanas, se producen tensiones pequeñas ante algo distinto o novedoso, por inseguridad, o bien, por un espíritu impetuoso. Se manifiesta de forma inconsciente, ¡vamos! que lo de «subirse al carro» de otro y con otros… cuesta.
Cambios que nos trascienden
Yendo más allá de las relaciones personales, pienso en la España de hoy, donde todo son anuncios de cambio, con la problemática de que unos cambios, de producirse serían nefastos y otros, regeneradores, de desarrollo, en igualdad y justicia social.
Me viene a la mente una gran nación, Alemania. ¿Cuántos cambios en todos los órdenes, y sacrificios tuvo que realizar el pueblo alemán cuando se les propuso la unificación tras la caída del muro?
Las metas, los objetivos, los ideales cuando buscan el mayor bien del ser humano y de una nación, mueven nuestra voluntad.
Pero España no es Alemania, ni los españoles como los alemanes. Pero tampoco podemos hacernos los suecos, valga la popular expresión. Hemos demostrado a lo largo y ancho de nuestra historia que existe un «genio» en lo español, diferenciador al resto del mundo. La esperanza de cambios a mejor, afloran tímidamente.
Conversión a la verdad
En realidad, el cambio más difícil es el de la conversión a la verdad. Se trata de un camino arduo, para valientes. Porque quien busca, escudriña, se esfuerza intelectualmente y si ha de rectificar, rectifica.
El buscador de la verdad, se autoexige el cambio continuo, la mejora personal y colectiva. Se pregunta, se interroga, reflexiona, no se resigna a creer lo primero que se le cuenta. Se respeta y no quiere ser un bulto en la masa.
Asistimos a diario al espectáculo de la mentira y falsedad en su punto más álgido. Nos indignamos, pero seguimos igual. Y la burda maquinaria de la impunidad y la mentira, imparable.
¡Pues hay que cambiarlo!
Y por último, el más difícil todavía, el cambio radical: la conversión. La de quien se encuentra con Dios y lo expresa con su vida. En fondo y forma. Del derecho y del revés. Por dentro y por fuera.
Porque el cambio se produce cuando nos topamos con otro, en este caso, el de la conversión espiritual, con Dios.
Eslóganes aparte, lo cierto es que para cambiar el mundo, primero ha de cambiar nuestro mundo, tú mundo, mi mundo, poco o mucho. Lo demás, vendrá por añadidura y siempre con la sonrisa optimista que aporta la esperanza.
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